EL TELON DE FONDO DE LA REPRESION

“Aunque en Latinoamérica constitucional y políticamente el ejército tiene como misión defender la independencia y soberanía nacionales, a partir del triunfo de la Revolución Cubana comenzó a abrirse paso la tesis -obviamente orientada por el gobierno norteamericano- de que el enemigo de la soberanía nacional ya no provenía del `exterior´, sino que estaba arraigado en el interior del Estado”.
Alfonso Reyes Echandía. Magistrado y Presidente de la Corte Suprema de Justicia de Colombia1

“Aunque ésta (la doctrina de seguridad nacional) elude asumir alcances precisos, sus presupuestos básicos son: a) división del mundo en dos bloques irreconciliables; b) presencia de un `enemigo interno´; c) existencia y necesidad, por consiguiente, de una `guerra total´ para combatir al `enemigo externo´ e `interno´ y d) amplitud ilimitada del concepto de `enemigo´ empleado en los anteriores presupuestos”.
Emiro Sandoval Huertas, Magistrado de la Corte Suprema de Justicia2

Colombia es una excepción altamente costosa de la denominada doctrina de seguridad nacional, no por estar fuera del historial de esa teoría, sino por constituirse gradualmente en este país un refinado paradigma práctico de la misma, creado por civiles y militares, que ha probado eficazmente hasta la actualidad su alcance estratégico como en ningún otro país de América Latina. Superarlo es acabar con algunas de las premisas o supremos fundamentos de validez de la guerra sucia y el terrorismo de Estado.

¿Qué lógica se denuncia?
Independientemente de los nombres utilizados para referirse a ella, acusamos la racionalidad sustancial traducida en la “Doctrina de seguridad nacional”, cuyas notas características se patentaron en Colombia al tener vigencia la idea perversa de responder sin límites a una futura o latente “agresión injusta” contra el sistema del “mundo libre”. Conduce por lo tanto con sus medios a una compulsiva y criminal categorización de amenazas encarnadas, según este ideario, en sujetos y procesos sociales a los que no se debía permitir seguir existiendo de ninguna forma.

La civilización, la nación y la democracia demandaban quitarles de hecho cualquier posibilidad de oxígeno social o político a “desadaptados agentes de peligrosas expresiones y causas”. Debía abortarse cuanto antes a ese enemigo irreconciliable. Mientras se internaba esta consigna, en el contexto de la disputa internacional entre dos fuerzas, el marco de la “guerra fría”, su discurso ubicó principalmente a una de ellas, el este comunista, ateo y autoritario, supuestamente como un agresor que tenia no solo reflejo sino expresiones en Colombia. Hoy, ya pasada esa configuración geopolítica bipolar del planeta, continúan sirviendo sus presupuestos de creación de enemigos con matices muy importantes, como la supuesta justificación de la lucha antidroga aplicada en realidad a sectores pobres de la población, a campesinos o colonos, así como la alegada salvaguarda del territorio y las libertades frente a la acción de la insurgencia y su negativa a la desmovilización que no tenga como precedente una negociación política.

Dicha doctrina:

Invocó la defensa armada absoluta de un sistema, es decir, a como de lugar, “incluso con la ley en la mano”. Su instrumental esencial estaba y está fuera de la legalidad. Asume que los controles estorban, que la inspección del uso de la fuerza y la fiscalización de la lucha contra el delito le restan eficacia al Estado y sirven a los propósitos de las guerrillas u opositores.

Rompió con el papel nominal de las Fuerzas Armadas oficiales como defensoras de intereses públicos y las elevó con cierto título corporativo y autónomo, contando éstas con una condición preeminente para ese objetivo del círculo que se abre con la criminalidad que ejecutan y que se cierra con la impunidad que se les ofrece, como ha quedado demostrado en los asuntos referidos al fuero penal militar y otros mecanismos de la dinámica de la guerra sucia.

Calificó como enemigo interno a sectores sociales sometidos y con más ensañamiento a los reivindicativos de derechos legítimos; los deslegitimó al juzgarlos de ser colaboradores de las guerrillas o aliados de éstas, convirtiendo su lucha en un problema de conspiración armada, y los criminalizó legal o ilegalmente para atacarlos de manera cobarde, en contra de las reglas más elementales no sólo de la guerra sino de la vigencia de los derechos humanos. Ese supuesto enemigo no sólo actuaba indefenso o fue hallado inerme al momento de ser eliminado, sino que fue visto como peligroso y fuerte en esa circunstancia de debilidad o desventaja, legalidad y transparencia en la que supuestamente resguardaba esa “conspiración”. En tanto aspiración legítima incontestable, fue por ello declarado objetivo a muerte, por pensar, sentir y poder convencer a otros. Debía entonces, como fue, además de ser golpeado materialmente, ser disuadido mediante el terror y el sufrimiento hasta doblegar sus convicciones. Se adoctrinó y enseñó así en las academias de policía y militares, a través de complejos métodos de inducción de odio, de insensibilidad por el opositor, de desafecto y resentimiento, para que miles de hombres en filas de las estructuras de seguridad en diversos escaños eliminaran tales enemigos con total convencimiento y sin remordimiento, inclusive como cuestión de honor y disciplina, al cumplir con una “limpieza” necesaria que se extendió luego a otros excluidos e incluso a subordinados de las unidades armadas. Para todos ellos no había derechos.

Hundió en crisis permanente y en un profundo vacío ético la función estatal de la coerción, tiñendo así de total perversión el uso de la fuerza y su administración y sancionándola como medio de acrecentamiento de las desigualdades sociales y políticas a través de la represión y regresión de los movimientos de protesta, afectando siempre a las capas más pobres o marginadas y mayoritarias de la población. Se crearon tal alucinación de riesgos para militarizar los conflictos económicos y los espacios de la vida cotidiana y cultural, que la coerción estatal quedó reducida a una rígida garantía de control autoritario.

Resultante en parte de esta vertical y antidemocrática concepción, ha sido la ausencia por completo en Colombia de un sector crítico al interior de las Fuerzas Armadas capaz de generar anti-cuerpos a esa criminal finalidad del poder armado. No hay resistencias internas. Se asciende o permanece en esa pirámide en tanto reina la obediencia debida o el ciego acatamiento.

Viabilizó y aseguró en sucesivas etapas el tránsito a un modelo de Estado que aunque formalmente Social de Derecho, pasó en realidad a ser más antisocial y antijurídico; fortaleció esa perspectiva de intervenir la democracia liberal y la responsabilidad del poder público montando una estrategia paramilitar, respondiendo directa e indirectamente con la coordinación de esos grupos, legal a veces e ilegal siempre, ante los desafíos del ascenso guerrillero y de las organizaciones sociales inconformes. Todo aquello que fuera contrario a lo deseable para el mantenimiento del status quo fue expulsado por la acción de la guerra sucia anónima. Fue, y es todavía, garantía armada del marco de despegue de políticas de ajuste económico que incrementaron el saqueo por capitales transnacionales, la dependencia, el subdesarrollo, el atraso y la expoliación. Introdujo además canales de corrupción que enriquecieron más a élites tradicionales y círculos emergentes como el narcotráfico, redes con las que hizo comprobadas alianzas a alto nivel.

Otros ángulos de esa ideología de seguridad han sido:

En el orden macro de su adscripción a intereses de dominación geoestratégica, las Fuerzas Armadas del Estado colombiano se han sometido históricamente al núcleo de la tutela ininterrumpida y las definiciones funcionales que los Estados Unidos han trazado en los sistemas y programas militares de cooperación, instrucción, entrenamiento, asistencia, veeduría, modernización y reconversión, compartiendo terreno y hasta encabezando esos intercambios con otras fuerzas represivas en el continente, como el caso de Guatemala, Chile, Argentina o El Salvador. El diseño de las variables fundamentales y la toma de decisiones en la planeación gruesa, como en la demarcación de las hipótesis de conflicto, cuando no han sido impuestas automáticamente, han sido objeto de consulta plena para su implementación, como en el caso de los grupos irregulares denominados “auto-defensas”. El recurso a la estrategia paramilitar, en unas formas secreto y en otras público, esbozado por los Estados Unidos en la década de los sesenta, desde entonces ha sido puesto en el entramado del conflicto colombiano.

Tales fuerzas de seguridad se han convertido de hecho en muchas regiones en especie de tropas de ocupación, por sus prácticas de control y arrasamiento frente a los campesinos o pobladores pobres en las ciudades o pueblos, al tiempo que han creado en el espíritu de esa doctrina plataformas de acción cívico-militares usan las carencias y necesidades de las gentes más necesitadas para recaudar información, romper tejidos sociales y procurarse legitimidad.

En síntesis: los que por misión o designio se señalaron como salvadores o portadores de la seguridad nacional, no hacían más que responder mediante una “guerra justa” que se debía librar con todos los medios ante la subversión en todas sus formas o expresiones. Debía ser eliminada, inclusive pasando por encima de los antes iluminadores principios de un  inexistente Estado democrático que se buscaba “defender”.

Hoy, la doctrina de seguridad nacional puede ser más conocida que antes, puede reconocerse en los cientos de miles de muertos, desaparecidos, torturados, exiliados y silenciosas víctimas en nuestro continente, más allá de la caída de muros o bloques. Todo esa ignominia constata su mensaje y su hipótesis de conflicto a nombre de un polo triunfante para contener y destruir amenazas a la estabilidad capitalista.

Los costos de una excepción
Si bien en principio algunos mecanismos del crimen institucionalizado en otras naciones han sido ya desmontados luego de que en cada una de ellas la profundidad de la llamada guerra sucia desgarró por entero movimientos sociales y luchas que abanderaron, sólo en Colombia se mantiene dicha doctrina en gran magnitud y con una lógica extensiva e intensiva. Cuando se acepta que existe, puede pensarse que lo es por el carácter “endémico” de la confrontación, por ser un conflicto no resuelto que ha adquirido especiales contornos. Lo es también por otras razones más ciertas aunque aparezcan menos claras.

Por los rasgos que tuvo en otros procesos vividos en Latinoamérica, principalmente en el Cono Sur, casi siempre se ha equiparado dicha doctrina a la experiencia de las dictaduras de seguridad nacional. Se trata empero de un error de análisis que ha servido enormemente a la reproducción y a la socialización de los principios de ese pensamiento político-militar y que resulta favorable a la criminalidad estatal y paraestatal en Colombia, entre otras, por las siguientes consideraciones:

La norma de la doctrina en América Latina fue la dictadura militar, durante dos décadas al menos. Se presumió que el mayor costo era el vivido en esos gobiernos abiertamente autoritarios. Efectivamente fueron muy costosas las dictaduras en vidas y procesos, y tanto interna como externamente éstas pagaron una especie de tributo dada su ilegitimidad. Fueron al final obligadas a cambiar en algo, a dar pasos, a hacer la denominada “transición democrática”. Está claro que no fue una exigencia hacer justicia: la impunidad se entronizó como pago en esa relación de reciprocidad, como recientemente se nos revela en el universo de los cientos de miles de casos que no podrán ser juzgados.

Igual balance puede hacerse en los finalizados conflictos armados en El Salvador y Guatemala, en los que se identificaron las fuerzas armadas estatales y paraestatales como estructuras comprometidas en la sistemática violación de los derechos humanos en medio de la guerra, que polarizaron la opinión externa al efectuar una consentida y prolongada ocupación en la vida política y social que debía tener límites, una vez se pactara el cese de la confrontación con las organizaciones rebeldes cuyo capacidad militar había sido desgastada o estaba agotada y cuyo proyecto de transformación quedaba aplazado. Las leyes de impunidad igualmente sirvieron como moneda de pago en la aparente o real transición que significaba el término de la guerra civil tras la negociación del retorno a esquemas de democracia formal.

La excepción a la norma de mantener esa democracia formal, ha sido vista como una experiencia de menor costo, en tanto sobrevivencia de libertades y derechos, por lo tanto –supuestamente- menos muertos, menos desaparecidos, aparentemente menos males y menos desgracia. En Colombia al contrario de presumir la ilegitimidad del régimen jurídico-político y un papel represor de las fuerzas armadas, se afirmó siempre de él su condición de democracia ejemplar y de éstas su rol de garantes constitucionales, para cuyos problemas la comunidad internacional se mostró no sólo tolerante sino solidaria, y, al contrario, pagó a los gobiernos colombianos, año tras año, un tributo de comprensión, de respaldo explícito y de amplio margen de espera para solucionar ”disfunciones”, apoyo que hasta hoy se mantiene, más cuando se ve esa democracia en peligro de sucumbir ante presiones del narcotráfico y grupos armados antes ilegales hoy supuestamente “terroristas”. Si en Colombia no había dictadura sino vigencia del Estado de Derecho, si la vida institucional no se había interrumpido ni se había degradado la guerra por responsabilidad del Estado, no había lugar a transición alguna, no había nada que reanudar u obligar radicalmente a recomponer. No se estaba ante un Estado victimario, sino frente a un Estado víctima que requería colaboración.

Esa es la fórmula tan exitosa, y el proceso tan sólido, que han logrado mantener codificada, incomprensible, la guerra sucia en Colombia, su desarrollo, sin sanciones o costes a los sucesivos gobiernos, al Estado y al Establecimiento, que más cínica e inteligentemente que otros regímenes ha explotado su función criminal y su entorno problemático: mientras otros regímenes pagaban, éste cobraba y cobra por la excepción nominal que mantuvo, y que hoy día tiene además por la coherencia en sus discursos sobre qué y quiénes le agreden, de lo que debe defenderse supuestamente apelando a su derecho, y paradójicamente recurriendo a los derechos humanos. Los cambios que se le demandan son requeridos desde otras ópticas, desde otros diagnósticos, donde nunca aparece mencionada la verdadera doctrina de seguridad en la que se han formado los cuerpos encargados de ejercitar esa violencia organizada.

En tanto las víctimas, que sí han vivido profusamente los costes de tal excepcionalidad, enfrentadas al silencio y a la insensibilidad de otros, hoy saben y reconocen, no sólo como un pasado en contra sino como inminente futuro, que el terrorismo de Estado de esta democracia se recicla para seguir siendo beneficiario de su tributo de vida y energías sociales, mientras las fuentes de ese pensamiento siguen exentas de todo juicio. Por ello, el especial anclaje en Colombia de la doctrina de seguridad tiene un costo vivo que está representado de muchas maneras, pero principalmente tres:

Millares de víctimas, que han sido consideradas gratuitas, sin tener que ver con un serial histórico, ajenas al objeto de una sistemática y generalizada persecución.
Cientos y cientos de autores que parecen no obedecer a ningún parámetro, sino actuar circunstancial e inorgánicamente, sin guías ni órdenes, sin planes y sin recompensa institucional.
Un puñado de propiciadores y beneficiarios que siguen ocultos

Esto tiene consecuencias acá registradas:

se ha despojado de todo sentido o significado ético-social la ingente cantidad de victimas de asesinatos, desapariciones, persecución y agresiones; la desgracia y la barbarie de que se ha sido víctima ha sido vista más como suya, y hasta por culpa suya, tragedia individual o familiar, resultado presunto de azarosas confusiones y descomposiciones en “un país de mil violencias que se cruzan sin dirección alguna”.

Se desconoce así parte esencial de la raíz social y política de las víctimas, de su origen, compromiso o condición frente al sistema; su entidad se deja de reivindicar y contrastar plenamente, se hunde en el silencio y en el olvido el ser personal y colectivo de los sujetos materia de la agresión, potenciando el resquebrajamiento de una memoria histórica sobre la identidad de sus organizaciones sociales, de sus luchas y vínculos, que son en últimas, las razones frente a las cuales se creó dicha teoría de seguridad nacional.

Esa impresión de casos aislados contribuye no sólo a la ruptura de nexos de las víctimas consigo mismas, sino a desconectar su sufrimiento de la actuación intencional y en serie de victimarios destacados para ello. Es decir, dicha agresión no aparece como elaboración consciente y hasta profesional, sino como contingencia o eventualidad.

Por consiguiente, este marco es funcional a la impunidad, pues elementos claves que fundan los permanentes procesos de victimización y los intereses en juego no son tomados en cuenta, ni en lo casuístico, ni en la generalidad de los cuadros de los crímenes de lesa humanidad cometidos.

El punto final de esos efectos es una visión mayoritariamente aceptada, fruto de la desinformación y el terror: “no hay ninguna forma de asociación criminal alojada en el Estado”, ni de políticas en algún plano o grado, cuya dirección o finalidad por fuera de la ley o violando los valores constitucionales sea acabar con presuntos o reales opositores, con sectores inconformes, de peligrosa existencia o incómoda condición. Como si no tuviera el Estado albergada en algún nodo institucional una doctrina de defensa cuyos resultados sean condenables.

En resumen, el poder político estatal y el Establecimiento representado, defensor y defendido, han contado con un proceso que convierte a Colombia excepcional en cuanto a ese pensamiento de seguridad, no por los rasgos particulares en el cultivo y materialización de esa doctrina, que igual tuvieron singular aplicación en cada país que respectivamente la padeció o la padece, sino por la idea de un régimen continuo de democracia amenazada que ha sido hábilmente explotado.

La actuación civil, pilar fundamental de la guerra sucia
Cuando sobre una larga y brutal tradición de represión estatal en un periodo cercano a los cuarenta años, puede sin embargo seguirse aduciendo su falta de cálculo, la ausencia de patrones, su probable desprogramación, su accidentalidad, por no estar supuestamente orientada política e ideológicamente, y esa imagen de democracia sigue reinando, como ha sucedido en el tratamiento del caso colombiano, en realidad estamos ante un cuerpo doctrinal existente pero nunca reconocido que consigue inconscientes apoyos, así como adhesiones, por el contrario muy meditadas, y logra que se construyan argumentaciones en diferentes escenarios y tiempos que defiendan y oculten su propia entidad letal.

Lo anterior remite a la revisión del papel que oficia el poder civil, como condición sine qua non de esa renovada doctrina de seguridad, de una ”democracia” en la que se ha decidido castigar asesinando al opositor y al excluido sin mayores “sobresaltos”.

En Colombia, contrario a lo que se cree comúnmente, tal doctrina de justificación de una guerra sin límites contra el supuesto enemigo interno de la seguridad nacional, no ha sido posible por fuera del marco de los poderes civiles, y son éstos más bien su verdadera fortaleza estructural, además de sus beneficiarios, y la garantía de una prolongada y reeditada vigencia sin que los uniformados tengan que presionar quebrantando el orden.

La gestión genocida de sujetos o entes civiles públicos y privados

“ La Escuela Superior de Guerra tiene la misión de… asesorar al Comando General de las Fuerzas Militares en el establecimiento de doctrinas e integrar académicamente al ente civil con el estamento castrense para contribuir al mantenimiento de la seguridad nacional (…) integrando el estamento civil en pro de la eficiencia, la eficacia y la modernización de la Institución… la Escuela se propone desarrollar cursos integrales de defensa nacional para directivos civiles de entidades oficiales y privadas y de orientación sobre defensa para alumnos universitarios de último año, con el propósito de ambientarlos en el conocimiento de problemas relacionados con la seguridad nacional y fortalecer los lazos de unión con las Fuerzas Militares”.
Revista Defensa Nacional, publicación oficial del Ministerio de Defensa, Edición Nº 450, diciembre de 1999, Santa Fe de Bogotá, pp. 10 y 11.

Tal doctrina, se imparte sistemáticamente tanto a oficiales activos, naturalmente, como a profesionales de la reserva y delegados civiles provenientes de círculos empresariales, de grupos económicos, de sectores privados pudientes, que a través de la Escuela Superior de Guerra recibían y reciben entre otras instrucciones, las propias de cursos como el de Orientación sobre Defensa Nacional –CODENAL-, y el Integral de Defensa Nacional –CIDENAL-, explícitamente referidos a la amenaza subversiva y su ataque desde la doctrina de seguridad nacional y los conflictos de baja intensidad. Así se ha reconocido en varias oportunidades, como lo hizo el Ministro de Defensa en 1987-88, en plena campaña sucia contrainsurgente, el entonces General Rafael Samudio Molina3.

Son responsables los gobiernos colombianos, que desde la década de los sesenta diseñaron como poder nominalmente civil, y no sólo como un problema militar de la fuerza pública, la extendida política contrainsurgente, orientada obviamente como vital despliegue de los recursos del Estado y “la Nación”, basados conscientemente en ese modelo autoritario con resultados de genocidio y comisión sistemática de crímenes contra la humanidad.

Aparte de los titulares del Ejecutivo, en su plataforma participaron también, y hoy se siguen articulando, representantes de los gremios económicos, de los círculos industriales y financieros, a través de diferentes mecanismos no sólo de hecho sino de ley, uno de ellos su delegación en el Consejo de Política Económica y Social en coordinación o relación consultiva con la cúpula de las Fuerzas Armadas.

Donde esa política debía tener plena discusión pública nunca la ha tenido a fondo, ni política-jurídica, en el Legislativo, ni jurídica normativa-doctrinal, en la rama judicial, a través de los asuntos remitidos por competencia concernientes a los dispositivos de derechos humanos, a la transparencia en la Administración o a materias donde están en juego claves del Estado de Derecho.

Los ejes o los nudos centrales de la doctrina de seguridad realmente existente no han salido nunca a flote para el examen público. El tema es inexistente en las manos de los medios de comunicación de masas, empresas de poder económico que comparten y obedecen la visión de considerar el asunto de exclusivo arbitrio estatal, como si las sistemáticas violaciones a los derechos humanos fueran fortuitas. Sólo se ubican en cuarenta años pocas y lejanas referencias en superficiales abordajes de debates que han devenido en marginales, eludiéndose llanamente asumir el tema en su plenitud y complejidad con las incidencias que tiene para el transcurrir de una sociedad.

Muy contadas y parciales han sido en décadas las discusiones al interior del poder público civil, que por la índole de la materia se ha escudado en sesiones secretas o en cerrados procesos de reestructuración que no han concluido en cambios distintos a los del reforzamiento y encubrimiento de esa criminalidad institucionalizada. Esta ha sido una constante. Siempre se ha evitado en estos niveles la contrastación a fondo de las columnas doctrinales creadas, o el cuestionamiento de las políticas puestas en vigor ante demandas precisas de protección de los derechos de organizaciones o sectores de oposición. Se ha incurrido en la falsedad de considerar esos referentes superados al oponer formalmente en el ordenamiento constitucional y legal cartas sobre la positivización o consagración de los derechos humanos como si eso automáticamente y con efectos reales sirviera para neutralizar las órdenes del terrorismo contrainsurgente.

En consecuencia, liberado así mismo de responsabilidad, el poder civil declara inocente la seguridad nacional, la absuelve ante cualquier imputación y la resguarda de peligrosos reclamos que le resten capacidad y mimetismo.

Los medios “civiles”, su invocación y su ocultamiento

Manuel Jaime Guerrero Paz, ex Ministro de Defensa reconvertido luego, como otros mandos militares involucrados en la guerra sucia, en analistas académicos de la violencia frente a la que se plantan como “observadores con las manos limpias”, en 1989 replicó que para destruir al enemigo interno, la “acción antisubversiva” “debe contar, como premisa insustituible, con la absoluta voluntad del mismo Estado de aplicar en la lucha la totalidad de su poder disponible en los campos político, económico y social”4.

Bajo los principios doctrinales de contención de tales amenazas prefiguradas, se encauzaron desde los años sesenta y setenta medidas de orden legal (v.gr. decretos Nºs 1705 de 1960, 3398 de 1965 y 1537 de 1974) constitutivas por ejemplo de instancias como el Consejo Superior de la Defensa Nacional, para definir en conjunto la respuesta a los “enemigos de la seguridad nacional”, considerados así por los poderes públicos y privados, destinatarios esos opositores no sólo de una juridicidad represiva mediante normas ahí recomendadas hechas luego realidad para repeler su “peligrosa acción”, sino objetivo de unas pautas que se deliberaban y aún deliberan en secreto.

Respondiendo solo en el ángulo formal, deducen su doctrina como emanación racional y fundamento del Estado de Derecho. Que por ello toda actuación de las Fuerzas Armadas es responsable de la ley. Que su pensamiento orgánico está acorde con el faro ideológico y político de los derechos humanos, de la democracia. Esa solidaridad de las instancias civiles ha sido puesta a prueba y ha convertido la vida institucional en una metástasis de muerte e impunidad. Las Fuerzas Armadas han sido rodeadas efectivamente de todos los avales posibles por parte de círculos civiles.

La ley que protegía a las víctimas no vale entonces frente a la que erige y rige la defensa armada del sistema por encima de otro valor. Constituye la fuerza ejercida eficazmente, aunque violando el Estado de Derecho, el amparo último de privilegios y posiciones que se tornan en derechos sagrados o irrenunciables por los poderes civiles. Desde esa consideración se expiden medidas de orden público inmediatas, como lo fue el “Estatuto de Seguridad” a finales de los años setenta o el “Estatuto para la Defensa de la Democracia” terminando los ochenta, y simultáneamente se hace vacío año tras año ante la consumación de genocidios y exterminios en curso cada vez más silenciados. Luego se cierran filas políticas eximiendo a las fuerzas armadas gubernamentales de los cargos que no prosperarán en instancia judicial alguna por el bloqueo estructural resuelto caso a caso. Una situación que se hace evidente cuando las incontestables denuncias ponen de relieve sobre todo altas responsabilidades o cadenas de mando que no caben en los típicos esquemas de excusa o distracción en el discurso estatal y del Establecimiento.

Así lo han demandado gran parte de las elites y los sucesivos gobiernos a título de un extendido espíritu de cuerpo, cuando de forma absoluta terratenientes, ganaderos, o voceros de intereses de poderosos gremios, así como dirigentes políticos o empresariales, Ministros y el propio Presidente de la República de turno, han ofrecido y dado su respaldo expresa, directa y vehementemente a los militares y policías que desde las primeras investigaciones al comienzo de los años ochenta se han visto involucrados en crímenes como los cometidos bajo la sigla del MAS (“Muerte a Secuestradores”) u otras denominaciones, mientras se fue elevando la condición político-militar de sus estructuras paramilitares. Nexos orgánicos precisos que también se han demostrado, como la historia y el desenvolvimiento actual de los grupos paramilitares lo desvela en diferentes grados y experiencias. En ese completo entramado oficial convergen como responsables por acción y omisión titulares de dependencias del Ejecutivo, instancias judiciales y poder legislativo, de nivel nacional, a la vez que descentralizados proyectos punta, como el encabezado en su oportunidad por el entonces Gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez en Urabá y Antioquia entre 1995 y 1997.

Una fuerte estrategia civil desde flancos diversos, diluye y retarda a tiempos posteriores y a condiciones manipulables cualquier iniciativa de justicia o de mínimo esclarecimiento. Encubre ese funcionamiento haciendo imposible que se indague por la conexión de los crímenes perpetrados diariamente con precisas definiciones tácticas y la movilización de recursos y personal con origen en puestos de conducción militar o policial.

Se trata del mismo poder civil que impide que las guías adoptadas en la práctica de la vida militar o policial sean cotejadas, convirtiendo gran parte de sus despachos en mesas de una asociación criminal que no tiene que ver con la profesión militar o policial, regida formalmente por códigos de honor y disciplina. Una práctica ampara bajo supuestas reglas de política o normativas de reserva de la milicia cuyo estrato corrupto y criminal el poder civil no remueve, a pesar de tener en sus manos los instrumentos de control político, constitucional y legal, y el rango real, y no sólo nominal, de comandancia suprema tanto del Presidente como del Ministro de Defensa, civil desde 1991. La acción de inteligencia de las fuerzas de seguridad, es también dirigida normativamente el poder civil, pero este no inspecciona sino que la deja al fuero de los servicios secretos, alegando confidencialidad de procedimientos en aras de un supuesto cumplimiento eficaz de la misión por un interés general.

El hecho de que al frente o como superiores jerárquicos de esas estructuras estén funcionarios civiles, subrayada esa condición a través de la gran prensa y los pronunciamientos tanto oficiales como privados, otorga una imagen o legitimación de institucionalidad democrática a las Fuerzas Armadas, que ha sido rentable para ocultar no sólo la visión represiva y criminal de la defensa nacional, sino para hacer fluida la transferencia de ventajas de la órbita política, administrativa y mediática civil a los propósitos de la guerra sucia, sin verse ésta cuestionada en lo más mínimo. Por el contrario, la llegada de los civiles a estos puestos, ha implicado siempre, sin excepción hasta ahora, que se concrete un redoblamiento en recursos; avanzar en una reforma geométrica sin depuración de la “cultura mafiosa” de la empresa criminal que existe cimentada en el uso de medios de orden, pago y encubrimiento en el ascenso o promoción de altos oficiales; un nuevo aliento operativo y discursivo, en general un reforzamiento, como lo hizo tras plenas campañas criminales de las fuerzas militares en los ochenta el Ministro Rafael Pardo Rueda lo adelantara el Ministro Luis Fernando Ramírez Acuña en su momento o recientemente Luis Fernando Londoño, o como lo hace hoy con obsecuencia el actual Comisionado de Paz, Luis Alberto Restrepo.

Llegado como primer Ministro de Defensa de investidura civil desde 1953, Pardo Rueda, anterior Consejero de Defensa y Seguridad, negociador del Gobierno en procesos de desmovilización guerrillera, puso desde 1991 en práctica una regla real ya discernida: la seguridad nacional como problema político antes que militar que implicaba compromisos de los estamentos civiles. Por ello reordenó con ópticas políticas los servicios de inteligencia, que ocuparon un lugar central en su estrategia de rectificación de vacíos y de cambio ofensivo, sin registrarse en lo más mínimo su pasado asesino. No interesaba alterar a favor de los derechos humanos lo que venía resultando útil para la contrainsurgencia de baja intensidad. Se aplicaron mecanismos para disponer entonces de redes de muerte e impunidad que se entronizaron como una empresa terrorista con miles de asesinados y desaparecidos como saldo en la década. Años después se demostraría esto, en medio de otra fase y de la gestión de otros funcionarios del mismo corte que también encubren la “disciplina paralela” de la que participan.

Luego se implementará una reforma militar con amplio campo para las labores de inteligencia y el fortalecimiento de una capacidad operacional en una línea que se articula con el paramilitarismo y en cambio desconoce los derechos humanos, sin  modificar en absoluto rumbos tomados por definiciones estratégicas cuyo carril desde hace años es la destrucción de expresiones organizativas y el objetivo de sembrar miedo e inmovilización en las clases populares, especialmente fragmentando el campesinado, para arribar a condiciones de “triunfo militar”. En los diferentes planos de su desenvolvimiento operativo, táctico y estratégico la ecuación verdadera es la que hasta hoy se condensa mediante la estructuración del paramilitarismo, donde el presupuesto para vencer es directamente proporcional a la extensión del terror, asegurando doblegar las reivindicaciones sociales, políticas y económicas de sectores sometidos.

Mientras se consuman crímenes por miembros de las Fuerzas Armadas y grupos paramilitares, las instancias civiles de competencia militar cultivan hasta hoy, de modo entre silencioso y estrepitoso, una “rutina” impune de más de treinta años, haciendo abstracción del cúmulo de violaciones sistemáticas. Cada vez más se recurre a la ”seguridad nacional”, y con su sentido convencional a la defensa, no sólo estatal sino de grandes empresas y proyectos vinculados con esa justificación de la “defensa nacional”, sin nunca hacer renuncia clara e inequívoca por medio de hechos contundentes, de las premisas totalitarias que tal doctrina entronizó para combatir por todos los medios dichos enemigos creados, y sin someter ese desempeño a control político y jurídico eficaz de ningún tipo que revele las verdaderas columnas del pensamiento doctrinal con el que se obra.

La práctica ha sido inconfesable por lo contradictoria: mientras se buscan reconocimientos “profesionales”, corporativos, económicos, institucionales, políticos, e individuales por supuestos avances en el campo militar, al sostenerse éstos en masivas violaciones, se busca romper el nexo causal entre el “éxito bélico” y sus costos en violaciones de derechos humanos.

En esa inveterada función de tejer un discurso en la tribuna pública de las instituciones armadas mientras de forma oculta gran parte de éstas matan y arrasan impunemente, reside una razón de responsabilidad sostenida en la direccionalidad de esa guerra sucia, que comparten los sucesivos gobiernos. El Presidente de la República y los ministros con tales competencias en materia de Defensa y Seguridad Nacional, dirigen nominal y realmente tanto dicho Consejo Superior de la Defensa Nacional como sucedáneos de orden público. Esto supone que con ellos se dinamizan deliberaciones sobre prioridades y procedimientos que orientan cómo debe desarrollarse lo que queda por cumplir in situ en manos de la estructura armada, cuyas finalidades y resultados se imputan a esa política de seguridad diseñada por el alto Gobierno.

A esas mesas nunca escrutadas de la seguridad nacional, que se suponen son los órganos máximos legales en este terreno, donde están esos altos cargos civiles autorizados, en ejercicio público y con jerarquía, no como simples espectadores u observadores, ellos acuden funcionalmente para elaborar la política contrainsurgente. Es allí donde se arrojan por lo tanto determinaciones que aunque protegidas convenientemente a su interior con el sello de confidencialidad, deben marcar con claridad los medios para neutralizar a los enemigos que en esas hipótesis de conflicto se establecen. Luego, los comandantes de la fuerza pública son los encargados de ejecutar en el plano profesional castrense y policivo los programas concertados, de viabilizar decisiones o de preparar planes operativos en el marco de tales guías que aunque secretas se presumen lícitas. De manera que tales comandantes no hacen  sustancialmente algo diferente o distinto de dar los pasos subsiguientes a lo acordado en desarrollo de esa concepción de seguridad menos abstracta y más concreta que en esos espacios es trazada, más cuando no hay, como no la ha habido nunca, explicación o declaratoria de desfases entre sus resoluciones generales y lo que se cumple de manera sostenida.

A estas alturas de la historia de la violencia política en Colombia, los organismos de defensa de los derechos humanos, los sectores sociales críticos y las organizaciones populares, dado el estado de indefensión, de victimización y terror, de falta de acceso y de posibilidades reales que no cuesten más vidas y persecución, no tienen las pruebas o modos de obtenerlas como se demandaría, para demostrar sin vacíos la responsabilidad criminal activa, no simplemente por omisión o pasiva, la cual sí es concluyente, dado el papel de unos altos funcionarios civiles en esas instancias de definición de los planes de seguridad nacional o estatal.

Asiste sin embargo, la convicción ética de que la totalidad de crímenes de lesa humanidad son el resultado lógico de la actuación sistémica de militares, paramilitares, policías y miembros de organismos de seguridad, que develan al tiempo esa condición sine qua non, o lo que las hizo posibles, e inmunes a sus autores intelectuales y materiales: el sentido en ese engranaje de francos respaldos, de complicidades calladas o de conducciones clandestinas, a veces tan determinantes que, igual a quien asesina, comprometen hondamente a civiles que sin disparar el gatillo, sí indicaron de múltiples formas los blancos posibles y sus entornos sospechosos, hoy eliminados o en camino de serlo.

En relación con sus postulados finales de aniquilamiento, al no producirse nunca ese deslinde verdadero por autoridad civil alguna, cada uno de los períodos de Gobierno acumula la perversidad intocable del pasado, hace eficaz el desangre del presente y con él amedrenta para un futuro de conformidad e impunidad. En ese supremo nivel se reproduce y alienta “no ver, no oír, no interferir” con la inercia de una concepción militar y política realmente existente, cuyos fundamentos se siguen enseñando y continúan inspirando cadenas de crímenes, ya no sólo de las unidades militares o de policía, sino de sus aliados o subordinados paramilitares a cuyos jefes también se transfieren especies de fueros o garantías, tal como la de no ser perseguidos por la barbarie que ejecutan.

Continuidad y períodos de empuje y encubrimiento
Desde cuando correspondía su contexto interno en esa primera época a la era del llamado Frente Nacional (desde 1958 hasta 1974), caracterizado por la manifiesta exclusión antidemocrática de fuerzas de oposición y un férreo control social y político impuesto a la población, hasta el estadio presente de la guerra sucia y su profundización (1974 en adelante), se ha oscilado entre legitimar esa doctrina, no obstante su reputación, o considerarla en la práctica como un problema superfluo o simplemente falso. Por lo tanto, no se interfirió con ella cuando se ascendió a violaciones permanentes en la década de los setenta, en ese momento cuantitativa y cualitativamente distantes todavía de las posteriores expresiones de genocidio, ni cuando se expidió en 1991 una nueva Constitución, coyuntura propicia para ello (se hizo exactamente lo contrario: redoblar sus resortes, lo que retroalimenta la doctrina realmente existente, por ejemplo con la extensión del Fuero Penal Militar y la no separación del servicio de mandos implicados en crímenes). No se incluyó en el centro del análisis y de la política para enfrentar esa violencia nacida de la actuación de agentes estatales.

Su periodización está en los modelos sucesivos aplicados. Así, en los años sesenta y setenta se dio marcha a una institucionalidad de “Estado de Sitio” que se normalizó como “estado de guerra” con una legalidad correspondiente dictada por el poder civil, y a una lógica discursiva amplificada por sus órganos públicos y privados, de claros efectos de descalificación del opositor como enemigo.

De manera casi permanente a lo largo de estos treinta y cinco años, bajo el Estado de Sitio y otras formas de atribución de competencias excepcionales a la postre convertidas en la “normalidad” aludida, las Fuerzas Militares y la Policía detentaron no sólo facultades de policía judicial, esto es de auxiliares en la investigación criminal con alto nivel de autonomía, sino también el poder de enjuiciar a particulares, lo que potenció enormemente con la investidura legal la criminalización de ese “enemigo interno”.

Con esto, no sólo los rebeldes, sino los acusados de apoyarles -sindicalistas, estudiantes, intelectuales, dirigentes sociales, militantes de organizaciones consideradas como oposición política-, pasaron, cientos y hasta miles, a ser sometidos en consejos de guerra (hasta 1987), juzgamientos que como parte jurídica efectuaba una contraparte militar en una aberrante confusión de principios y procedimientos que fue considerada por el propio presidente de la Corte Suprema de Justicia, el inmolado Dr. Alfonso Reyes Echandía, como una de las expresiones más claras del peso de esa Doctrina de Seguridad Nacional en Colombia. En esos juicios a los disidentes, el trasfondo de una problemática política de lucha social se hizo evidente, así como la responsabilidad e incapacidad del sistema. Por esa baja rentabilidad estratégica, desde finales de los años setenta se estaba pensando en cambiar de modelo. El siguiente sería más inteligente.

Inteligencia para desaparecer
Con tales facultades normativas, y ya luego sin algunas de ellas pero contando con el amplio espacio que el poder civil les ha concedido funcionalmente, las Fuerzas Armadas robustecieron sus aparatos y formas de inteligencia represiva, que se aplicarían clandestinamente en la sistemática preparación y comisión de crímenes, así como en su total encubrimiento e impunidad, sin que nada se los impidiera.

Ese “enemigo” seguiría siendo llevado a la cárcel, excepcionalmente. Primero se intentaría desaparecerlo, eliminarlo. Fue convertido en objeto de la violencia de baja intensidad activada plenamente por fuera de la ley en los ochenta. La esencia no sólo permanece a lo largo del conflicto y se escala en los noventa combinando la propia ley con su violación, sino que se protege hoy, al rechazarse por el mismo poder civil investigaciones integrales sobre el pasado que afecten el desenvolvimiento próximo en las prospecciones de guerra de arrasamiento, que “reduzcan la moral”, la “capacidad de combate” y el espíritu de cuerpo de las Fuerzas Armadas, su columna vertebral.

Esto ha significado evidentemente, etapa tras etapa, en el ininterrumpido ejercicio civil, imprimir o dar un mayor impulso sistemático e indiscriminado a los procedimientos que terminan convalidados por la impunidad. Presidentes, Ministros, consejeros y demás altos cargos, Se han negado a promover debates abiertos y a profundidad sobre las decisiones jurídicas y de hecho adoptadas que amparan en la sombra a las unidades de inteligencia, sus organismos velados, sus redes, sus misiones y las operaciones encubiertas.

Nombres, fotografías, datos de parientes, registros de actividades legales valoradas como sospechosas, lugares y relaciones, fueron reseñadas y acumuladas durante años a título de cargos que se imputaban ya no en un estrado judicial o su apariencia, sino en el escenario pleno de la guerra sucia, en esas operaciones encubiertas o secretas, unas selectivas, por ejemplo frente a personas anteriormente presos políticos, a los cuales se planeó eliminar una vez en libertad, incluso a minutos de salir de una cárcel, como también masivamente a trabajadores y comunidades afectos unas veces a propuestas alternativas, o simplemente campesinos y entornos de conflicto donde se observaba un ascenso de luchas populares, como luego se extendió en campos y centros de producción agrícola, en las zonas bananeras o en áreas de arraigo del Partido Comunista y de la Unión Patriótica, por ejemplo, donde de ese modo indiscriminado fueron cayendo pobladores, obreros, activistas, y sus familias o amigos.

La información base para actuar estaba y está organizada en las mismas sedes y ficheros donde legalmente se depositó la capacidad autónoma de investigación, donde de hecho nunca se interrumpió esa fase y donde los funcionarios de instancias civiles competentes para impedir que eso se siga usando en la dinámica del terrorismo de Estado, no quieren, no les interesa, o no pueden eventualmente, ni entrar, ni interferir. El enemigo interno sí existe como objetivo y adjetivo predeterminado en listas que cientos de civiles en altos cargos han ayudado a confeccionar de diversos modos; enemigos opositores o sospechosos que son simplemente víctimas posteriores al paso eficaz de la acción de miembros de la fuerza armada y a la omisión articulada y eficiente de esos funcionarios civiles o de personas que comparten de diferente forma el efecto no sólo del silencio sobre los crímenes sino el bullicio de los victimarios para impedir se les reconozca, para amenazar a quienes se atrevan a señalarles, y para pedir las recompensas que se les deben, arguyendo incluso defensa de la honra militar o policial que ellos mismos degradaron, pisotearon e hicieron desaparecer con las conductas violadoras de los más elementales derechos.

El espíritu de cuerpo y la expansión y perversión de la fuerza pública

El espíritu de cuerpo de las Fuerzas Armadas no es en sí una causa que se pueda alegar para explicar la guerra sucia, sino una consecuencia de la expansión y perversión de las finalidades de sus órganos, promovidas aquellas y amparados éstos por el poder civil excluyente, servido por esa estrategia y al servicio de los objetivos del terrorismo de Estado.

Se suele pensar la constitución de hecho de una entidad no sólo simbólica sino rodeada de medios de defensa real de la fuerza pública, como solidaridad interna en oposición a propósitos de injerencia del poder civil en sus filas y directivas de orden profesional, así como en el juzgamiento de sus deberes y en el resultado de sus funciones. En el caso colombiano dicho espíritu de cuerpo existe efectivamente como patrimonio militar y policial, pero ha sido moldeado en gran medida en el exterior de los cuarteles; no sólo por el respaldo coyuntural de civiles, sino por la promoción intensa que se ha hecho de las garantías extraordinarias del ámbito armado, para él y fuera de él: en el Congreso, en la judicatura, en las reuniones y los foros de los gremios económicos. En esos laberintos y cloacas han puesto su empeño con éxito autoridades civiles y representantes de esas élites, como ha quedado expuesto.

Hay expresiones y capacidades provenientes de decisiones de los poderes civiles, en ese sentido nunca opuestos a una afirmación institucional propia de las Fuerzas Armadas, traducida en dicha solidaridad de cuerpo, que proteja a los órganos armados contra las denuncias o críticas de sectores que no comparten las líneas y consecuencias de esa violencia estatal contrarias a los derechos humanos. Por eso es parte de la doctrina en mención; está en sus presupuestos de uso ilimitado de facultades por esa razón totales y reactivas, ante el peligro que supone el enemigo interno y sus “formas de penetración”.

Del espíritu de cuerpo militar o policial no sólo puede asegurarse que es compartido por agentes sociales poderosos, sino que ha llegado hasta donde éstos lo han admitido, y su magnitud se ha manifestado proporcional al nivel de la competencia legal e ilegal que han detentado los uniformados por cesión de tales agentes civiles. Militares y policías que no están dispuestos a perder inmunidades, coberturas o exenciones, sino a mantener esos privilegios a cambio o en contraprestación de favores de mutua impunidad entre otros beneficios. Prerrogativas objeto de defensa por los altos mandos, cuyas cuotas se han ampliado muchas veces, y sólo esporádicamente motivo de fricción cuando se ha retirado tal o cual componente personal o estatutario.

Estar hoy ante una “democracia genocida” ha sucedido no como algo casual, sino algo absolutamente causal y causado por el encuadramiento de miles de hombres en una doctrina en la que las órdenes de exterminio no se discuten concurriendo la apariencia de un Estado democrático de Derecho que a la vez rodea de impunidad esa mecánica. El mérito, la dignidad, la virtud o la cualidad moral como militares o policías no existen como valores corporativos, sino esporádicamente como resorte individual: de aquellos que han roto el pacto de encubrimiento. Esos pocos ejemplos lamentablemente están anulados por la propia dinámica de la guerra sucia.

No se aprehende el problema por los síntomas que indican la realización de violaciones a los derechos humanos como elección lógica hecha en instancias que además de formar organismos y agentes en escuelas de guerra sucia que asegure eficiencia al extirpar las amenazas, brindan (en)cubrimiento y remuneraciones de diverso orden. Una de las más apreciadas es el ascenso en esa jerarquía, como gradación que significa el acceso no sólo a un nuevo trayecto institucional sino de compensación económica e impunidad. Los resultados operativos no sólo son juzgados en términos de eficacia militar a partir de las prioridades de eliminación –real o ficticia (propaganda bélica y política con efectos sociales)- de unos enemigos, sino valorados en tanto se abonen como desempeño eficiente de unidades militares o de policía cuyos comandantes reciben y exigen los reconocimientos por el éxito de las misiones.

Ante sueltas evidencias de determinantes estructurales, como la formación militar tradicional que ha edificado dicho espíritu, o la entendida solidaridad de cuerpo, se responde desde la abstracción escudando las determinaciones que se personalizan necesariamente, o sea las calificaciones o decisiones sobre la existencia de enemigos y la forma de proceder fuera de la ley ante ellos. Al no descodificarse ese sistema doctrinal, o más bien al dejar de identificarse como existente, la no responsabilización es tanto su base como su objetivo, y esa conclusión se asume como general y probada.

Esta guerra contra los débiles ha invertido el sentido: ascienden, son condecorados o promovidos los que pueden más rápida y “limpiamente”, es decir sin posibilidad de manchar la imagen institucional y no obstante cumplir con su cometido encubierto, ofrecer tantos resultados como víctimas inocentes o indefensas en ficticios campos de batalla que dicho pensamiento creó y extendió hasta llevarlos a los espacios comunales, sindicales, cívicos, políticos, académicos, de crítica, de organización popular, o que simplemente traslada a la calle o a las zonas rurales como justificación de una presencia y de su papel directivo en el conflicto.

Bajo ese artificio de una guerra librada contra una agresión injusta, masacrando campesinos y sembrando de desesperanza regiones enteras, se ha hecho carrera y se ha ocupado lugar, haciendo creer que se ha estado luchando conforme al honor de un servicio legítimo para las mayorías. No obstante estas adhesiones ideológicas de subalternos, de suboficiales o de oficiales respectivamente a sus superiores, no suceden sin explicarse en otros nexos e intereses, siendo uno de los factores el propio temor al señalamiento y hasta a la muerte dentro del grupo, con lo cual se comparte el crimen, como móviles económicos, y por supuesto la correspondencia en una entidad criminosa lograda como compensación que retribuye en permanencia o ascenso con impunidad en el oficio de la guerra, siendo por ello no ajeno el rasgo del mercenarismo.

Al no revelarse o al mantenerse en secreto bajo el sello de la seguridad nacional, los componentes de la otra cara del conjunto teórico que al tiempo que el constitucional ha operado en la institucionalización y parainstitucionalización de la represión y el crimen, se ha admitido y alentado una autonomía relativa donde se anida la ejecución de los crímenes, parcial independencia y medios delictivos que no interesa escrutar por parte de los llamados poderes civiles o de control político.

Hay por ello un desenvolvimiento sin interrupción, con nuevas caras, siempre en pos de los objetivos fundamentales, que se renuevan en la medida en que organizaciones sociales o sectores de la población son persistentes, continúan o devienen como complicados o amenazantes sujetos a atacar por sus posiciones disidentes o simplemente por sus condiciones de excluidos.

La función de matar impunemente. Su explicación por algunos de los autores, y en algunos de los manuales

No obstante ese sofisticado discurso de protección de unos bienes generales, tales mayorías nacionales han sido objeto de una general victimización sostenida en el uso del terror, en tanto control criminal de un amplio espectro de amenazas posibles al poder injusto de unas minorías, con consecuencias de intimidación a masas y su utilización a través del ataque legitimado a sectores organizados o medianamente aglutinados que representan un potencial organizativo, que constituyan y movilicen sujetos de oposición al sistema. El opositor deja por inercia entonces de ser un minúsculo actor, y pasa a ser por completo el cuerpo social que reivindica su existencia en condiciones de dignidad o de elemental democracia. Paradójicamente, la doctrina del miedo estatal y del Establecimiento a la transformación del statu quo o la pérdida de los privilegios de unos cuantos, ve, convierte y multiplica en expresión insurgente probable a cualquiera de las manifestaciones auténticamente sociales o colectivas de derechos, que, teniendo o careciendo de medios de presión, son consideradas enemigo interno por el sólo sentido de su presencia en cualquier circunstancia que la perversa lógica de defensa interpreta como un peligro actual o futuro.

Por esa percepción del fantasma subversivo que puede estar en cualquier lugar, se ha ordenado su caza y su asesinato decidiendo atacar cuerpos sociales enteros, por si allí hay algún culpable, borrando las huellas del exterminio de civiles, de inocentes y de la cobarde persecución y eliminación de verdaderos opositores. Esto ha requerido organizar una estrategia y dar sustento a una doctrina contrainsurgente que posibilite estructurar una explicación de la reacción a las supuestas agresiones de que es objeto esa democracia, peligros que existen por la sola existencia de grupos no conformes. El Estado colombiano ha incorporado así durante estas décadas el objetivo genocida de grupos nacionales, como destrucción total o parcial de grupos de población alineados -real o hipotéticamente, efectiva o afectivamente, fundada o infundadamente- en contra del modelo práctico de nacionalidad con el cual se identifican los agentes del Estado, sus políticas y las capas e instituciones más poderosas del conglomerado social.

Queda al descubierto el diseño mental donde está al centro la población civil como enemigo, por tener algún tipo de contacto, físico o ideológico, real o imaginario, con la insurgencia armada, siendo señalada como blanco u objetivo prioritario de esa acción contrainsurgente, bajo el supuesto de que cumple para con la insurgencia la misma función que el agua cumple para con el pez: la de ser su medio vital. El símil de “quitarle el agua al pez”, el objetivo más valorado de la estrategia contrainsurgente, se ha traducido durante varias décadas en Colombia, en el genocidio de grupos nacionales, así como en acciones sistemáticas de aniquilamiento, de una guerra sin cuartel por parte del Estado.


La explicación por parte de algunos de los autores

Los contornos nacionales registrados de esa Doctrina, aparte de las orientaciones y responsabilidades de los Estados Unidos, por supuesto no se hallan solamente en las numerosas declaraciones, en las series diversas de artículos de las más altas jerarquías castrenses, sino también, y sobre todo, en la elaboración conceptual, ideológica y política, que sectores civiles han ido definiendo y presentando sistemáticamente con propósitos de legitimación. Mas ese cubrimiento civil nacional que inspira, conjuga y enmarca los desarrollos prácticos, se refiere a dimensiones que podrían juzgarse como políticas y jurídicas, por ejemplo del diseño de la impunidad, mientras que las militares, en el sentido estrecho del término, se han abordado directamente a través de ciertas pautas o elementos procesados por los autores materiales de esas estrategias contrainsurgentes para determinar y justificar los objetivos concretos; quiénes, dónde, cómo existen, y cómo, o bajo qué accionar, deben ser eliminados los enemigos.

La tesis central es la proyección de la acción insurgente a muchas expresiones organizadas de la población civil, sobre todo a los movimientos populares, a partidos políticos legales, a organizaciones sindicales, a formas de protesta social e incluso a organismos humanitarios o de defensa de los derechos humanos.  Se habla de los “brazos desarmados de la subversión”, de la “guerra jurídica”, de las “fachadas de la subversión”, de la “base política de la insurgencia” etc., todo lo cual ha llevado a estigmatizar y penalizar el ejercicio de cada vez más derechos ciudadanos, incluso la misma denuncia de los horrores perpetrados por los militares y paramilitares, que llega a ser indicio inconfundible, para ellos, de pertenencia a las redes de apoyo a la insurgencia. No vale la evidencia de haber violado la ley. Esa realidad no existe. Por encima de su formalidad, defienden la concepción de una necesidad y de una “solución final”: librar una guerra sucia considerada como justa, con unos mínimos aceptados en la elección que entraña, principios a los que no se debe renunciar en ninguna reedición de la Doctrina.

Son una constante las citas o escritos que revelan esas tesis de la guerra permanente contra una agresión encarnada en los débiles y sus formas de resistencia así satanizadas, expresión de la inseguridad del miedo y de la injusticia en el sistema, y de la compulsión al uso del terror como contenidos de esa guerra sucia. Suficientemente claras frente a las experiencias de victimización y sufrimiento, donde se comprueba la puesta en práctica de unas orientaciones supuestamente legítimas por estar amparadas en la forma de facultades legales. Son el universo menor frente a lo fáctico que nunca se pondrá en papel o se reconocerá sin que medie la justicia. Son notas directas que se pueden rescatar en medio de la natural ambigüedad que algunos le otorgan y de la presentación oficial no sólo de manuales que escudan o preservan los crímenes a los que conducen sistemáticamente procedimientos señalados para esa guerra sin humanidad. Tales contenidos se articulan en la extensión de esas instrucciones a verdaderos mecanismos bélicos convertidos en medios para asegurar la impunidad.

A los componentes de esa identificación, nos referimos enseguida.

El coronel Orlando Zafra Galvis, apenas uno de los innumerables altoparlantes de esa doctrina en el interior de las Fuerzas Armadas a través de sus órganos de divulgación pública, expuso que más que las guerrillas, tienen importancia otros “organismos” del “proceso subversivo”, aquellos que están en núcleos humanos con ideologías de peligro, extremistas que manipulan masas o colectivos. Tal supuesta infiltración total en los espacios de cuerpos sociales, políticos, religiosos y en el propio Estado, debía ser atacada, impidiendo que lleguen a ellos y sobre todo a los cargos directivos, contrarrestando su agitación, creando para ello fuerzas “especializadas”, “para controlar todas aquellas organizaciones del aparato subversivo no armado”. Se debía hacer utilizando medios no públicos, operaciones “clandestinas” y organismos de inteligencia integrados por miembros permanentes de tal forma que se “garantice el secreto y la continuidad de sus planes”. Debía entonces golpearse a la “población civil que apoya voluntariamente o no a la subversión”, así como a “organizaciones de fachada”5. Zafra Galvis no sólo escribió sobre operaciones encubiertas. Fue uno de los oficiales de inteligencia y contrainteligencia creadores de la Triple A, estructura militar clandestina encargada de asesinatos, torturas y desapariciones, homóloga del escuadrón de la muerte de Argentina, país donde estuvo y fue condecorado durante la dictadura el entonces Coronel Harold Bedoya Pizarro, superior de Zafra, otro conocido impulsor de este aparato y de los paramilitares en Colombia, profesor de esta doctrina en la siniestra Escuela de las Américas, también condecorado por el Ejército de los EE.UU. Zafra Galvis fue a Chile en 1983, invitado por el régimen de Pinochet. Allí se desempeñó como profesor en la Academia de Guerra.

Más decisivos han sido los Generales Fernando Landazábal Reyes, al parecer asesinado en 1998 paradójicamente por sectores de la derecha que representaba ideológicamente como pensamiento y jerarquía militar, y Álvaro Valencia Tovar, este último quien desde hace años, y recientemente acerca de los organismos de derechos humanos, ha categorizado como brazo de la subversión a sindicatos, religiosos, académicos, funcionarios judiciales y a un sinnúmero de expresiones que califica como enemigas.

El General Valencia Tovar, Ministro de Defensa de 1973 a 1975, escribía  “Sí. Afrontamos una guerra de múltiples facetas, compleja, turbia, indefinida en muchos campos y por ello más difícil de descifrar y conducir. Se precisa tomar conciencia de ello y obrar en concordancia (…) Su esencia es, sin embargo, revolucionaria (…) Comienza con un indetectable proceso de infiltración del Estado y del cuerpo social. Implantan células expansivas en puntos neurálgicos: sindicatos, centrales obreras, magisterio, universidades, medios de comunicación, aparato judicial y, si es posible, Fuerzas Armadas e Iglesia. Crean organismos de fachada dentro y fuera del país, señalado como objetivo que orquestan campañas de descrédito contra el régimen que se busca demoler, y de justificación de la lucha armada. Se recurre a idiotas útiles en plan de notoriedad para que desde las toldas democráticas torpedeen el sistema, desacrediten sus ejércitos, vilipendien a sus gobernantes y dejen la impresión global de corrupción, ineptitud, arbitrariedad, tiranía (…) Enarbolan banderas sociales para justificarse. Incorporan por persuasión o coacción jóvenes ingenuos que creen servir un ideal (…) Se recurre a toda suerte de expedientes. Marchas campesinas, actos vandálicos en universidades, paros laborales, sabotaje (…) Ingenuamente se cayó en el engaño de la negociación política (…)  Adquirieron status y un partido que realiza abiertamente la acción desestabilizadora interna y de descrédito más allá de las fronteras, con la respetabilidad que da a sus miembros la investidura parlamentaria (…) Se requiere unidad nacional, genuina, honrada, sin segundas intenciones. Una dirección firme y motivante, que dé la más alta prioridad en la asignación de recursos a la lucha, entendida integralmente. Es decir, con responsabilidad primaria en el instrumento armado(…)6.

El General Landazábal Reyes, Ministro de la Defensa entre 1982 y 1983, escribía en su libro “Conflicto Social”7:  “Lo primero que hay que saber es contra quién se va a combatir, qué elementos están causando los daños presentes o han de causar los futuros; qué organizaciones los amparan; qué política los dirige; cuál es la razón de su lucha y dónde se encuentran localizados sus partidarios… En el transcurso de los días el pensamiento militar fue asumiendo cada vez mayor conciencia de la identidad política de sus propios objetivos (…) llegó el adoctrinamiento ideológico de los ejércitos, que ante la contienda de las grandes potencias y ante la búsqueda por ellas del predominio mundial, llevó a los ejércitos de los países en desarrollo, ya no a defender o disputar esta o aquella posición, este o aquel sector del terreno, sino este o aquel sistema (…)  en muchas naciones se vieron forzados a asumir el poder contra sus propios mandatos de su Constitución y las tradiciones de su pueblo, en prevención del mantenimiento de un orden establecido y aceptado con anterioridad por las grandes mayorías americanas, como digno de mantenerse, guardarse y defenderse (…)  No menos importante que la localización de la subversión es la localización de la dirección política de la misma (…) La dirección política no puede interesarnos menos que la militar, y una vez reconocida y determinada la tendencia, hay necesidad de ubicar la ideología que la anima plena y cabalmente, para combatirla con efectividad. (…) Nada más nocivo para el curso de las operaciones contrarrevolucionarias que dedicar todo el esfuerzo al combate y represión de las organizaciones armadas del enemigo, dejando en plena capacidad de ejercicio libre de su acción la dirección política del movimiento(…) se hace necesario dirigir hacia tan importante sector, ese esfuerzo coordinado de una política resuelta a imponer la voluntad, en el campo de la controversia y en el de la acción armada… es un error combatir con exclusividad el elemento armado de cualquier organización sin antes haber puesto a buen cuidado, con suma energía la organización constituida en la dirección intelectual de los organismos revolucionarios”.

El ex-general Landazábal fue asesinado al parecer por sectores del propio Ejército, en un contexto de oleadas de intimidación y guerra sucia el 12 de mayo de 1998. En su producción reciente se destaca en este tema su libro El Equilibrio del Poder8, sobre las políticas de seguridad nacional.

El citado General Manuel Jaime Guerrero Paz, Ministro de Defensa entre 1988 y 1989, escribía: “En el campo político los grupos alzados en armas han demostrado extraordinaria habilidad; prueba evidente de ello es que en la actualidad existe en el país un partido legal y reconocido oficialmente, que nació en el mismo seno de las FARC y fue alimentado por cabecillas de connotada habilidad política, que los llevó, en elecciones democráticas, a ocupar escaños en el mismo Congreso de la República. Su lucha política ha sido tan habilidosamente conducida que estos parlamentarios, provenientes de los grupos subversivos, actúan abiertamente en la política nacional cuando les conviene y cuando no conviene, pasan a la clandestinidad, ante la mirada indiferente de los colombianos. (…) Por otra parte, en la arena política, la subversión logró adueñarse de la bandera de los “Derechos Humanos”, que no consideran ni desde luego respetan, para ocasionar el desprestigio de la Fuerza Pública y presentarla ante la opinión pública nacional e internacional como una fuerza absolutamente represiva,(…) sindicaciones estas que desafortunadamente han encontrado eco en organismos internacionales y aun en medios de comunicación calificados como serios dentro de nuestro medio”9.

El también General Bedoya Pizarro, Ministro Encargado de Defensa repetidas veces en el Gobierno de Ernesto Samper (1994-1998), en su ponencia de la “Cátedra Colombia” en la citada Escuela Superior de Guerra, el 1 de abril de 1997, estigmatizó repetidas veces a los organismos que denuncian los crímenes de Estado como agentes de la subversión e hizo la apología de los grupos de civiles armados al servicio del ejército: “El año pasado la narcosubversión desató una crisis política, jurídica, social y militar a raíz de las órdenes dadas por el Comandante del Ejército para contener los desmanes de las marchas narcosubversivas en el sur del país; y en este año la vuelve a plantear para barrer con el fuero militar (…) Por tanto, quienes luchan contra un Estado débil deben aplicar las estrategias judiciales de ruptura, poniendo el orden público establecido en entredicho; porque, de tal forma, quienes lo subvierten cuentan con la posibilidad de invertir el sistema de valores y de esta forma se pueden convertir fácilmente de acusados en acusadores. (…) Es así como los narcoterroristas colombianos han podido convertirse de acusados en acusadores, logrando en el pasado evadir la Justicia Penal Militar que les era aplicada con rigor, y en el presente pretenden acabar el fuero militar y tomar la bandera de los Derechos Humanos para poner en la picota pública a los uniformados que han defendido al Estado y la sociedad con valor. (…) Si la legítima defensa individual está fundamentada en el derecho natural, con mayor razón lo está la legítima defensa colectiva, aún cuando los narcosubversivos y sus corifeos la combatan. Por ello es conveniente que el legislador contemple la posibilidad de volver a establecer en la Constitución las milicias nacionales. Ellas son la expresión más democrática de la comunidad política, pues son organizaciones de la propia sociedad para su defensa, en la cual sus integrantes, sin perder su calidad civil, se constituyen en colaboradores de la Fuerza Pública (…)”.

El General Juan Salcedo Lora, ex director de la Escuela Superior de Guerra, ex Inspector General del Ejército y director de la “Defensa Civil”, escribía en 1997: “El control sobre la población es un verdadero baluarte y quien lo posea asegurará el éxito (…) Si como ha sido planteado, la ideología se le “inyecta” al pueblo y la “causa justa” a las fuerzas que combaten, la resultante será una seria confrontación en donde se hace imprescindible el cambio de mentalidad de la masa popular para buscar una aplastante superioridad sobre la fuerza enemiga. La ofensiva ideológica debe ser más intensa y sostenida que la misma operacional de tipo bélico. (…) El éxito de la lucha de contraguerrilla se alcanza con la inteligencia y una buena inteligencia depende del apoyo del pueblo. En una democracia es difícil plantear este propósito y más difícil aún, desarrollarlo (…) Las Fuerzas Militares tienen la capacidad para combatir y derrotar a un enemigo armado, controlar áreas más o menos extensas con población incluida, pero las nuevas disposiciones constitucionales y tantos mecanismos ajenos de control operacional se convierten, a la larga en un obstáculo. Contra tantos derechos rogados por el país, que más parecen minas quiebrapatas, las nuevas tutelas, los procuradores, personeros, veedores, las acomodadas comisiones de verificación y la innovadora presencia de veedores internacionales afectan el normal desarrollo de operaciones militares (…)”10.

El analista militar Miguel Posada Samper, integrante del Centro de Análisis Sociopolítico, creado por las Fuerzas Armadas para contrarrestar las denuncias de las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, escribe: “Este análisis parte de la premisa de que la subversión en Colombia no está integrada solamente por la guerrilla. La subversión es un aparato mucho más amplio y complejo. La guerrilla es solamente su brazo armado. El no tener en cuenta esta realidad ha impedido que se formule una estrategia coherente de Estado en relación con el conflicto. Este se ve, por buena parte de los colombianos, como una confrontación entre dos organizaciones armadas (…)”11.

Otro analista castrense, José Miguel Narváez Martínez, escribe en el mismo número de la Revista de las Fuerzas Armadas: “ El trabajo de la subversión desarmada ha logrado en este proceso colombiano de conflicto interno más resultados en contra del Estado, el verdadero centro del conflicto. (…) Es el pueblo y el contacto con él, lo que diferencia esta confrontación de otra de tipo regular. Sin declaratoria de guerra, sin ubicación perfecta de los individuos delincuentes infiltrados y enmascarados entre el común de la gente, aparece en nuestro medio como un cáncer sin diagnosticar plenamente, la amenaza de la subversión política (…) Aparece en el contexto del Estado una de las manifestaciones de la subversión no armada que buscar desarmar a los demócratas espiritualmente de manera que se reduzca su efectividad combativa. En primer lugar, con el adoctrinamiento permanente en las filas de la guerrilla con un discurso inaplicable y caduco como se demostró en otras latitudes, pero convincente e incisivo a la luz de la lucha social (…) Simultáneamente se consigue sustituir en la educación formal en escuelas y colegios públicos o privados ese ingrediente de educación patriótica y cívica que alimentaba en los jóvenes la conformación de los valores de la nacionalidad, por una cultura eminentemente de reclamación permanente de derechos (…)”12.

El General Rito Alejo Del Río, ex comandante de diferentes unidades militares, que al igual que los anteriores altos mandos señalados se halla incurso en impunes crímenes de lesa humanidad, se expresó así sobre los organismos defensores de derechos humanos: “Como es conocido, la subversión cuenta con una parte armada y una parte política que reúne a toda la izquierda y está apoyada por diferentes organismos que ellos controlan, especialmente en las áreas de influencia como son las oficinas de derechos humanos, las cuales tienen a su vez respaldo en organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales. El mayor propósito de esto es mostrar a las autoridades legítimamente constituidas y al gobierno en general como violadores de derechos humanos y es donde vemos casos en los cuales detener a alguien que tenga que ver con alguna, o está vinculado a estas organizaciones, se presentan o generan un sinnúmero de presiones a nivel nacional e internacional que están actuando en el momento, buscando deslegitimar las acciones legales, procediendo a denunciar como ilegítimos dichos actos”13.

La generalización de esta doctrina de seguridad que suele descalificar para asesinar con más rigor, está patente en los diversos organismos de la fuerza pública y cuerpos de inteligencia estatal; es perceptible al leer sus documentos internos, los estatutos medios de su pensamiento y accionar. Por ejemplo, el texto emanado del Ministerio de Defensa Nacional, Departamento D-2 E.M.C., de junio de 1996, en el que se analiza la situación de la Frontera Colombo – Panameña, con el cual se confunde los grupos legales de oposición política con “la subversión armada”, así: “La subversión sufrió un revés político en las elecciones de oct-94, toda vez que de las siete alcaldías que tenía bajo su control el PCC/UP, solo retuvo las de Mutatá y Murindó, localidades periféricas respecto del área bananera donde se concentran los procesos socio-económicos actuales”14.

La confesión construida en algunos de los manuales

“No se enseña en los cuarteles comportamientos fuera de la ley y los reglamentos”. General Juan Salcedo Lora (abril de 1998).

El hecho de que aparezcan escritos que revelen la condición criminal de esas guías se debe a la necesidad no sólo divulgativa para ambientar e inducir, sino para abrir espacio a la formación y a la operación refinadas al interior de dichos cuerpos armados, alineados en los cánones mínimos e inequívocos de esa doctrina letal, no siendo los manuales más que una permanente conexión o contextualización viva o latente de la estrategia que permite su aprendizaje y reproducción, exactamente donde se compendia lo sustancial publicable de una materia: la guerra sucia, en la que antes del ataque eventual al rebelde armado se aterroriza a la población y se enseña a odiarla como enemigo peligroso. Se estigmatiza a unos sectores en general, para proceder contra colectivos en particular, objeto de valoraciones para justificar en cualquier extremo su persecución y someter a impunidad las violaciones, con una interiorización dual en los victimarios: de la insensibilidad y del miedo a la justicia. Su reducción ética se logra mediante formas estructuradas de “lavado cerebral”, técnicas de orden institucional por su diseño, incorporación, extensión, profundización y al tiempo por su selectividad y encubrimiento, para proteger despliegues impresentables con medios de propaganda y comunicación consciente y minuciosamente orientados para alentar legitimaciones basadas en el odio mientras se destruyen anticuerpos morales.

Decenas de veces hemos tenido que repasar grabaciones de “cantos de guerra” y presenciar en demostraciones militares en las que soldados gritan entre muchas “voces de orden” que oficiales y suboficiales les enseñan, la siguiente: “guerrillero, hijo de puta, tus ojos sacaremos, tu sangre beberemos, tus mujeres violaremos”; guerrillero, hijo de puta…”.

Entre los textos vale resaltar un ejemplo, el libro “Conozcamos a Nuestro Enemigo”, editado y circulado por la ”Escuela Militar de Cadetes General José María Córdova”15, centro de formación de los oficiales del Ejército Nacional. En dicha publicación, diversas organizaciones sindicales, sociales, políticas legales y de derechos humanos son catalogadas como “organismos de fachada” de la subversión. Allí se sindica de hecho al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, CSPP, organismo sensiblemente reducido por el asesinato o la desaparición de sus trabajadores; el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, CPDH; la Asociación Colombiana de Juristas Demócratas; la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos,  ANUC, también golpeada con la eliminación de decenas de dirigentes y activistas, al igual que la Organización Nacional Indígena de Colombia  ONIC.

“En la guerra moderna el enemigo es difícil de definir… el límite entre amigos y enemigos está en el seno mismo de la Nación, en una misma ciudad, y algunas veces dentro de la misma familia. Todo individuo que de una u otra manera favorezca las intenciones del enemigo, debe ser considerado como traidor y tratado como tal”16.

En un conjunto de manuales conocidos públicamente ahora, pero por muchos años desconocidos, como permanecen otros en la actualidad, se trazan y articulan las líneas directrices mínimas, los elementos operativos incontestables, de esa estrategia contrainsurgente del Estado colombiano desde los años 60 hasta ahora. Se reconoce allí su acumulado de perversa identificación de un enemigo desarmado, y la autorización para proceder contra él al amparo del uso de  la “fuerza pública” violando permanentemente los derechos humanos y culminando en la comisión de crímenes de lesa humanidad y su cobertura institucional(izada). Solo extraeremos aquí unas pocas referencias que cobran interés por el hecho de dar acceso a un marco de acción sistemática o a una proyección estratégico-táctica de la acción, en que se inscriben verdaderas órdenes y conductas genocidas. Para facilitar la cita correspondiente, enumeramos:

Documento 1 (“Doc-1”): “Operaciones Contra Las Fuerzas Irregulares”, editado  por el Ejército Nacional en septiembre de 1962, como traducción del manual FM-31-15 del Ejército de los Estados Unidos.

Documento 2 (“Doc-2”):  “La Guerra Moderna”, texto elaborado por el francés Roger Trinquier, en el cual sistematiza la experiencia contrainsurgente en las guerras de Argelia y de Vietnam, traducido y editado por el Ejército colombiano en 1963 y usado desde entonces en el adoctrinamiento militar (Biblioteca del Ejército, cit.). Muchas de sus directrices se retoman en los manuales posteriores.

Documento 3 (“Doc-3”): “Reglamento de Combate de Contraguerrillas” (EJC 3-10, Reservado)  aprobado por la Disposición Nº 005 del 9 de abril de 1969 del Comandante General de las Fuerzas Militares.

Documento 4: (“Doc-4”): “Instrucciones Generales para Operaciones de Contraguerrillas”, impreso en la Ayudantía General del Comando del Ejército en 1979.

Documento 5 (“Doc-5”): “Combate contra Bandoleros o Guerrilleros”, (EJC-3-101), aprobado por la Disposición Nº 00014 del 25 de junio de 1982 del Comandante del Ejército.

Documento 6 (“Doc-6”): “Reglamento de Combate de Contraguerrillas” (EJC-3-10), aprobado por la Disposición Nº 036 del 12 de noviembre de 1987, del Comandante General de las Fuerzas Militares.

Entre esos elementos de la estrategia, cabe, pues, destacar los siguientes:


i. El “enemigo” como gestor de una alternativa ilegal de nacionalidad y sociedad

El Doc-1 llama al enemigo “fuerza irregular”, identificándolo como “manifestación externa de un movimiento de resistencia contra el gobierno local por parte de un grupo de la población” (p. 5) Además afirma que “El campo de batalla en la actualidad ya no tiene límites, puede incluir naciones enteras” (p. 34).

El Doc-2 afirma que “El límite entre amigos y enemigos está en el seno mismo de la nación (…) se trata a menudo de una frontera ideológica inmaterial” (p. 32).

El Doc-4 afirma que la guerra revolucionaria en Colombia “pretende destruir el sistema que se ha dado nuestra nación” (p. 194) y explica su surgimiento por “las desatenciones de los organismos oficiales para solucionar los diferentes problemas y necesidades de la población (que) se convierten en un ingrediente de inconformidad que es aprovechada por los grupos subversivos” (p. 159). De allí que en un sitio defina las operaciones de contrainsurgencia como “acciones militares, políticas, sociales, económicas y sicológicas tomadas por un gobierno local para modificar y eliminar las causas de la insurgencia” (p. 185).

El Doc-6 ubica el “conflicto subversivo en Colombia” como “consecuencia de conflictos políticos y socio-económicos (que) ha provocado el choque entre las fuerzas del orden y grupos subversivos organizados, dirigidos por elementos colombianos, con apoyo de países y movimientos extranjeros, en amplias zonas del territorio nacional, con el objetivo único de tomar el poder y con participación activa de grupos campesinos, obreros y estudiantes” (p. 10). Por eso plantea que la acción preventiva  “debe ser integral, abarcando toda la gama de causas que produzcan el levantamiento; debe buscar el apoyo popular y conducirse dentro del más marcado nacionalismo” (p. 29).

El asesinado magistrado Sandoval Huertas, indicaba a título ilustrativo dos de los conceptos fundamentales en que se apoyan los cursos dictados en los centros de formación castrense en los Estados Unidos, donde por años se educaron y educan hoy los militares colombianos comprometidos en cientos de crímenes. La primera noción está referida a la “insurgencia”, expuesta por un analista del gobierno norteamericano: “Bajo el término insurgencia, entenderemos, en forma amplia todo intento de parte de una organización disciplinada de hombres para efectuar un reestructuramiento socioeconómico de la sociedad en nombre de aquellos amplios sectores económicamente necesitados y que no participan en la vida política de su propio país”. Y la eliminación de la “causa” significa la eliminación del partido”. Recalcaba Sandoval Huertas: “…obsérvese que la evidencia de los hechos obliga a reconocer la existencia de “amplios sectores” sometidos a dominación económico-política, pero se califica de “insurgencia” toda búsqueda de justicia al respecto, y recuérdese que los cursos son de contrainsurgencia”17.

La otra definición aparece en un párrafo de uno de los textos utilizados en la Escuela de las Américas: “La subversión no es necesariamente armada, ya que se manifiesta en forma de movilizaciones, huelgas, aplicación de ciencias sociales comprometidas, infiltración en escuelas y universidades. Todos estos mecanismos se tornan cada vez más sutiles, y el peligro se cierne sobre nosotros y nuestros seres más queridos. Tenemos una grave responsabilidad sobre nuestros hombros, la de combatir contra un enemigo que no se puede reconocer ni saber cuándo dará su golpe. Por eso hay que estar prevenidos para contrastar sus acciones o tomar la ofensiva en caso necesario”18.

ii. La población civil como objetivo fundamental de la estrategia contrainsurgente

Predicada así la necesidad de obrar contra un enemigo que está representado en las expresiones sociales asumidas como inspiradoras de amenazas, conspiradoras y peligrosas, y aceptada por la doctrina militar “la no neutralidad ideológica y política de la Fuerza Pública”, sino su uso de las armas para la defensa de un sistema dado de relaciones con exclusión de colectivos humanos mayoritarios, se impone como objetivo el asalto a la población civil, su fragmentación, la aplicación de terror para disuadirla y la persecución a los que persistan en estar fuera de la obediencia y el silencio, no importando si esas luchas reivindicativas están dentro de la legalidad. Los únicos que pueden violar la ley, son los que dicen defender los principios del Estado de Derecho. Y usan la ley, por ejemplo en forma de manuales, para acabar con los derechos humanos.

La tesis reiterada en todos los documentos citados de las Fuerzas Armadas, a partir de los que fueron redactados en Estados Unidos y en Francia, según la cual, “el crecimiento y continuación de una fuerza irregular depende del apoyo suministrado por la población civil” (Doc-1, p. 5), o de que la guerra moderna consiste en enfrentarse  “a una organización establecida en el mismo seno de la población” (Doc-2, p. 64), o de que “en la población civil se fundamenta la existencia de los grupos subversivos” (Doc-4, p. 32, 59 y 159, y cfr. también Doc-6, p. 35) es lo que hace que la estrategia contrainsurgente contemple como blanco principal a la población civil.

En efecto, en la trascripción que hace el Doc-4 de las “Disposiciones del Comando del Ejército sobre Entrenamiento y Operaciones”, al compendiar los “aspectos teóricos y de formación moral que deben conocer los soldados (…) como mínimo”, se incluye : “el significado de la población civil como uno de los principales objetivos en la guerra irregular” (p. 79-80).

El Doc-2 afirmaba ya que “El habitante, dentro de este campo de batalla, se encuentra en el centro del conflicto (…) es el elemento más estable. Quiéranlo o no, los dos campos están obligados a hacerlo partícipe en el combate; en cierta forma se ha convertido en un combatiente” (p. 34), afirmando más adelante que “Es entre los habitantes que se desarrollarán las operaciones de guerra; las actividades de la población se verán limitadas en todos los campos de acción” (p. 51). Al soldado, según el Doc-4, “se le debe hacer comprender que, en guerra irregular, el enemigo está en todas partes y a toda hora” (p. 29).

De allí se pasa fácilmente a caracterizar a la población civil indiscriminadamente como uno de los actores, o el actor principal de la insurgencia. El Doc-6, bajo el acápite de “Composición de las fuerzas insurgentes”, afirma: “Dos grandes grupos se pueden distinguir dentro de las fuerzas insurgentes: población civil insurgente y grupo armado” (p. 19) y así mismo, al enumerar las “fuerzas contrainsurgentes” habla también de “dos grandes grupos: el gobierno y la población civil que lo apoya, por un lado, y las fuerzas militares de la nación por el otro” (p. 27). No es extraño, entonces, que las diversas formas de protesta social de la sociedad civil queden etiquetadas como acciones de guerra, como lo hace el Doc-4, al encuadrar bajo el acápite de “Cómo se presenta la guerra revolucionaria en el país?”, los “paros y huelgas” y la “motivación y organización de grupos humanos por la lucha revolucionaria, estudiantado, obrerismo, empleados de servicios públicos etc.” (p. 195). Igualmente, el Doc-6, al describir la “Organización de un Movimiento Guerrillero”, pone en primer lugar: “Desde el punto de vista militar (…) 1) Población civil simpatizante”, de la que enseguida afirma: ““normalmente se organiza como movimiento sindical” (p. 115).

El Doc-6 afirma tajantemente que “la población civil, por tanto, es uno de los objetivos fundamentales de las unidades del Ejército”. Sobre ella traza estrategias de control y sometimiento: “la conquista de la mente del hombre, el control de sus actividades, el mejoramiento de su nivel de vida y su organización para defenderse contra amenazas, son respectivamente los objetivos de las operaciones sicológicas, de control, de acción cívica y de organización que se desarrollan a través de todas las fases de contraguerrilla” (p. 147).


iii. Métodos repulsivos de control y acción sobre la población civil

Convertida en blanco fundamental de la acción contraguerrillera del Estado, la población civil es objeto de numerosas estrategias y tácticas de control y hostigamiento, a la luz de todos estos documentos operativos. Esto no puede hacerse sin negar de facto todos sus derechos constitucionales y universales, individuales y colectivos. Es tratada como un supuesto sujeto de responsabilidad colectiva por principio, mientras no demuestra su inocencia; “culpable” de que su situación de pobreza haya inspirado a otros estrategias violentas en búsqueda de transformaciones estructurales. Es tratada como detentadora o portadora, mientras no demuestre contundentemente lo contrario, de un “virus mental” del que hay que despojarla a toda costa, sin importar los medios, por brutales que sean, y tales instrumentos para domesticarla se engloban como concepto de poder nacional que la utiliza o la explota como fuente de “contrainsurgencia”: “El poder nacional está compuesto de medios políticos, económicos, militares y sicológicos que se emplean para alcanzar los objetivos nacionales… el Gobierno Nacional normalmente se propone… lograr la pacificación del país, destruir amenazas internas o externas…” (Doc-3, nums.3-a y 4-d).

El Doc-1 habla de la “reeducación de elementos disidentes de la población” (p. 6). El Doc-2 recomienda el método de las “operaciones policivas” que describe así: “Para extirpar la organización terrorista del seno de la población, ésta será duramente atropellada, reunida, interrogada y requisada. Tanto en el día como en la noche, soldados armados harán repentinas incursiones en las casas de habitantes pacíficos para proceder a efectuar arrestos necesarios; se podrán producir hasta combates que tendrán que sufrir todos los ciudadanos (…) Pero bajo ningún pretexto, un gobierno puede en este aspecto dejar que surja una polémica contra las fuerzas del orden que solo favorecerá a nuestro adversario (…) La operación policiva será por tanto una verdadera operación de guerra” (p. 50).

El control exhaustivo de toda la vida, actividades, simpatías, vulnerabilidades, propiedades y movimientos del poblador, llena largos capítulos de todos estos manuales. “Todos los civiles deben ser identificados. Los censos de población, viviendas y semovientes son los vehículos adecuados”, dice el Doc-4 (p. 47). Las autoridades civiles son utilizadas como fuente de información “sobre la idiosincrasia de los pobladores, su organización social y política, sus necesidades, sus inquietudes, sus jefes naturales y demás personas destacadas” (Doc-4, p. 160). Son recomendadas las “operaciones de registro con evacuación transitoria de la población civil (…) para revisar todo” (Doc-6, p. 190), así como “registros con permanencia de la población” (ibídem, P. 191); también “aislamientos por la fuerza”, en cuyo caso “la unidad militar empeñada (…) evacúa hacia áreas exteriores de la zona a la totalidad de la población civil que en ella vive o la concentra en aldeas por el tiempo necesario para conducir las operaciones de destrucción” (Doc-6, p. 197). Este mismo manual enumera numerosos mecanismos de “Control Militar de Áreas”, “relocalizaciones,… concentraciones …medidas restrictivas… patrullajes… retenes… redes de control… control por salvoconductos… vigilancia de personas… requisas… revisión de documentos…(Doc-6, p. 181-207).

Desnudar el alma de los pobladores para escudriñar sus maneras de pensar, sus tendencias ideológicas, sus simpatías políticas, sus vulnerabilidades psíquicas, sus hábitos individuales y colectivos, es el objetivo de los extensos capítulos sobre “Inteligencia”, verdadero umbral para la muerte; conjunto de procedimientos que no se detiene ante nada, pues ningún valor ético cuenta: “Uno o varios soldados de cada unidad lleven vestidos de civil, con el objeto de poder entrar a las casas como trabajadores, visitantes” (Doc-4, p. 113)  “Cuando se quiere probar la lealtad y colaboración de un poblador de la región, se envían agentes clandestinos de civil que cumplan y simulen misiones de los bandoleros (…) para luego hacer el patrullaje de rigor y preguntar sobre lo visto y oído” (Doc-4, p. 113). Para visitar a los campesinos hay que “tener una historia ficticia preparada” (Doc-4, p. 121) y “demostrar cortesía y generosidad con la población civil pero desconfiar de su amistad” (Doc-4, p. 120). “Emplear patrullas uniformadas transitoriamente como guerrilleros para descubrir simpatizantes, auxiliadores, y provocar un choque con el enemigo” (Doc-6 p. 248). “El buen trato (a la población civil) es requisito para explotarla” (Doc-6, p. 345).

A la población civil se la clasifica: “como auxiliadores de los bandoleros o leales a las tropas propias” (Doc-4 p. 29). La neutralidad es sospechosa o negativa:  La “selección del personal de la región y clasificación por grupos” comprende:  “lista negra (…) lista gris (…) y población no empeñada en la lista blanca” (Doc-4, p. 188).

Si los extensos capítulos que traen todos estos manuales sobre la “inteligencia” son indignantes, los capítulos sobre la “Guerra Sicológica” desbordan todas las medidas de lo inhumano. El objetivo de dicha “Guerra” es: “Influir en las opiniones, emociones, actitudes y comportamientos de grupos hostiles, de tal manera que apoyen la realización de los objetivos nacionales” (Doc-4, p. 174), y se debe “tener en cuenta que toda operación sicológica busca: (…) crear unidad nacional” (Doc-4, p. 176). La población debe ser sometida a análisis rigurosos para descubrir “sus actitudes, el origen de las mismas, los factores externos que las gobiernan, las vulnerabilidades y susceptibilidades que puedan ser explotadas sicológicamente y las necesidades humanas que originan problemas políticos, sociales y económicos” (Doc-4, p. 177 y cfr. también Doc-6, pp. 307, 309, 330). Todos esos estudios ayudan a diseñar la “propaganda”, que puede ser: “blanca (…) identificada por su verdadera fuente y por tanto reconocida como oficial (…); gris: su origen no es identificado y se deja a la imaginación de la audiencia (…) puede utilizar temas sensacionalistas (…) puede ser usada para introducir nuevos temas en base a vulnerabilidad supuesta (…) y negra: pretende emanar de una fuente diferente a la verdadera (…) se difunde cerca del enemigo y del territorio ocupado por él (…) requiere destreza, excelente información y capacidad para trabajar anónimamente (…) Los proyectos de propaganda gris y negra (…) deben enviarlos al Comando del Ejército para su revisión y aprobación” (Doc-4, p. 178-179 y Doc-6, p. 295-297).

Una táctica de la “Guerra Sicológica” será: “Boleteo al personal de lista gris y negra que no quiere colaborar con la tropa, para obligarlos a que se descubran; atemorizarlos haciéndoles creer que están comprometidos y que deben abandonar la región” (Doc-4, p. 188). Esta táctica se ha convertido en la más cotidiana en las áreas de acción conjunta militar/paramilitar. El Doc-6 insiste en que “la vulnerabilidad sicológica es aquel punto débil, tirante o de tensión, que se descubre en el carácter, posición o situación del blanco auditorio, (siendo) su identificación indispensable para poder explotarlo en provecho de la Unidad Contraguerrillas” (Doc-6, p. 307). Más adelante señala como vulnerabilidades comunes en la población civil: “abusos de la guerrilla, contribuciones forzosas, violencia carnal, robos, pérdida de cosechas y otras” (Doc-6, p. 307).

Parte de la “acción sicológica sobre la población” es la llamada “Acción Cívico Militar” a la cual los manuales le dedican también muchas páginas, y consiste en el control, por parte del Ejército, de proyectos tendientes a aliviar carencias o necesidades básicas de la población. Incluso la explotación de las necesidades elementales es funcionalizada a los objetivos contrainsurgentes trazados sobre la población civil: “La Acción Cívica es el mejor medio que tiene el Ejército para lograr en la lucha contra las guerrillas el necesario apoyo de la población” (Doc-4, p. 167).

iv. Una orden: ignorar las normas imperativas de humanidad de las naciones civilizadas

El Mayor Urueña – luego Coronel- él mismo, preparó la motosierra, antes de desayunar… iban pasando de uno en uno, lloraban y gritaban que no les fueran hacer eso, pero se reían… el Mayor los fue cortando por pedazos y les gritaba cosas…
Testimonio sobre desaparición, torturas, mutilación y asesinato colectivo. Caso Trujillo, abril de 1990.

El Doc-2 hace explícita profesión de solidaridad con los responsables de la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki: “En época en que los bombardeos a ciudades abiertas fueron admitidos para acelerar el fin de la guerra en el Pacífico, nuestros aliados no vacilaron en arrasar dos ciudades japonesas con la bomba atómica. Legalmente no se puede reprochar nada” (Doc-2, p. 28).

El mismo documento reproduce párrafos de los más inhumanos de Clausewitz sobre La Guerra, asumidos como principios-guías para la acción: “Como el uso de la fuerza física en su integridad no excluye la cooperación de la inteligencia, aquel que no retrocede delante de ninguna efusión de sangre tomará ventaja sobre su adversario si éste no actúa en la misma forma. No se podrá introducir un principio moderador en la filosofía de la guerra sin cometer un absurdo. Estos principios básicos de la guerra clásica conservan todo su valor en la guerra moderna” (Doc-2, p. 29).

La práctica de la tortura desvergonzadamente es legitimada allí. Doctrinalmente se afirma como un método de guerra, y así se ha enseñado desde la década de los sesenta. Hablando del prisionero, el Doc-2 establece que: “En este interrogatorio no irá a ser asistido por un abogado. Si da sin dificultad las informaciones pedidas, inmediatamente se terminará el interrogatorio; si no, especialistas deberán, por todos los medios, arrancarle el secreto. El deberá entonces (…) afrontar los sufrimientos y seguramente la muerte que pudo evitar hasta ahora” (Doc-2, p. 29). Uno de los objetivos del interrogatorio, para lograr un perfecto chantaje, será : “hacerlos denunciar a los miembros de su organización que ellos conocen, en particular a sus jefes y subordinados. Desde ese momento no tendrá oportunidad de traicionarnos y colaborará con nosotros que somos los únicos capaces de asegurarle su protección” (Doc-2, p. 40).

A los capturados no se les debe acusar de delitos relacionados con su organización sino hacerles cargos contra personas, pues “puede traer como resultado el martirio y servir como base para aumentar la actividad irregular” (Doc-1, p. 53). En general recomienda: “a los bandoleros no reconocerles filiación política” (Doc-4, p. 110).

No hay recato alguno en recomendar el “uso de agentes químicos” (Doc-1, p. 56), así como el “empleo de minas y trampas” (Doc-6, p. 248). Insisten también en la averiguación de “nombres y lugares donde se encuentran la familia, parientes y amigos de los miembros de la fuerza irregular (pues) esas personas son valiosas como fuentes de información y pueden utilizarse para tender trampas” (Doc-1, p. 82).

El Doc-4 busca neutralizar los principios éticos, morales y religiosos de militares y paramilitares, estableciendo que “Eliminar los bandoleros cuando no se logra capturarlos no es pecado, y antes bien, es un servicio al país (sic)” (Doc-4, p. 199).

Los documentos relacionados prueban a cabalidad la existencia de esa política sistemática que impide considerar el conjunto de crímenes de lesa humanidad como casos individuales, inconexos, aislados o fortuitos, sin que sea necesario echar mano de otros elementos probatorios, que existen, como decenas de confesiones de quienes participaron en esas violaciones, que aluden a directrices secretas y a estructuras clandestinas que están a la base de varias decenas de millares de crímenes atroces, perpetrados a lo largo y ancho del país durante las últimas décadas.

De la “limpieza política e ideológica” a la “limpieza” social

Excluidas de la vida económica y social por lo general, personas consideradas marginales e intolerables, vistas como incómodos agentes de un “desorden” en la epidermis de la descomposición, pasaron a engrosar las víctimas de las acciones que tenían como punto focal el enemigo interno por razones políticas. Aparte de los dirigentes sociales y políticos, de líderes indígenas, campesinos o de grupos de oposición al sistema, jóvenes y trabajadores de la calle, prostitutas, mendigos, indigentes, recicladores, homosexuales, presuntos delincuentes pobres, todos, desde los años ochenta hasta el momento, también son blancos de esa concepción totalitaria de la seguridad nacional y de su reformulación como “seguridad ciudadana” o “seguridad para la gente”, extendida su “limpieza” de lo político-ideológico a lo social: eliminar a todo aquel que explícitamente o por su condición social revele o desafíe el status dominante, las “formas de la gente de bien” y sus cánones.

No resulta para muchos evidente el origen de esa visión fascista o neo nazi en el desdoblamiento social y político que se refleja en la criminalidad e impunidad que atraviesa al Estado colombiano. La demostración de fuerza cobarde e irracional frente a víctimas de las inhumanas violencias estructurales, de la discriminación y la segregación, sin repudio y reacción estatal, y más bien con altísima participación de sus aparatos armados como la Policía, remite a la fuente de la descalificación de seres humanos en razón de su situación o de su posible filiación en el conjunto de las condiciones materiales de existencia y las expresiones sociales, culturales, sexuales, políticas, vitales y de pensamiento. Entre cientos de indicios para rastrear la naturaleza de ese proceder, por ejemplo contra niñas y niños asesinados por escuadrones de la muerte, así como contra maestros, activistas estudiantiles o trabajadores sociales o comunales, un análisis hecho por el General Luis Enrique Montenegro Rinco, por largos años alto mando de la Policía Nacional, quien dirigió organismos de inteligencia como el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, y está implicado en varios hechos criminales, permite cotejar su interpretación e intervención por ese conducto prácticamente oficial, y traduce la conexión que queda clara para los encargados de la seguridad estatal y de los modos de vida y condiciones de unas minorías poderosas:

“Psicosocialmente la adolescencia es considerada como una etapa revestida de situaciones de difícil decisión y adaptación, sujeta de por sí a actitudes ambivalentes fácilmente influenciables y objeto, en algunas oportunidades de la manipulación de ciertos factores presentes en el hábitat… si se toma la evolución de tal personalidad dentro de las aulas no es ajeno al atropello y ya mencionada manipulación por parte de ideologías foráneas cuyos participantes más eufóricos son los docentes, convirtiendo a este en polo multiplicador y franco admirador de los comprometidos en estas actividades sediciosas… frecuentemente acosa al adolescente la necesidad de aceptación, situación que lo motiva a engrosar las filas de los grupos alzados en armas con el objetivo de endilgarse un status dentro de su grupo… han puesto en la mira el reclutamiento de la población de pelasfustanes, aprovechando la agresividad acumulada en estos menores en razón a que son el punto de decantación de una sociedad descompuesta (sic)”19.

La presunción de peligrosidad de agentes o colectivos ya estigmatizados, y por ende la supuesta necesidad de reaccionar preventivamente ante ellos, se establece en el ejemplo frente a una etapa humana considerada patológica, larvada o caldo de cultivo de amenazas al sistema; frente a una función social sospechosa, la educación, desarrollada por “eufóricos” docentes que participan de “ideologías foráneas”; y, frente a una “población de pelafustanes”, peyorativo término que marca a las “personas pobretonas y holgazanas”, según significa, equiparable en el contexto a otro que suelen usar miembros de los organismos o cuerpos de seguridad, dentro de la degradación social: “desechables”.

Un ex-funcionario de la policía judicial testigo de innumerables abusos y quien denunció prácticas de “limpieza social”, afirmó en 1995:

“A finales de los años setenta, miembros de la Policía Nacional de Colombia acuñaron este término. Desde entonces se ha venido usando para describir a aquellas personas que pertenecen a un grupo que es considerado por razones económicas, sociales, estéticas o morales, como los “despojos” de la sociedad, cuya eliminación no sólo no preocupa a gran parte de la sociedad, sino que hay convencimiento de que esto beneficia a la sociedad. Y lo que es peor, la Policía suele justificar su violencia como una forma de “limpiar la sociedad”… Este fenómeno de “limpieza social” dirigida a los “desechables” era hasta hace unos años exclusivo de las grandes ciudades; sin embargo el Genocidio se ha extendido a poblaciones tan pequeñas como Puerto López, departamento del Meta, donde según informaciones que recogimos, hay al menos un muerto a la semana. Las víctimas de estos crímenes son asesinadas por los hombres del conocido paramilitar Víctor Carranza, con la complicidad y, muchas veces, protección de la Policía Nacional (…) El número de grupos de personas víctimas de “limpieza social” continúa expandiéndose… Hoy en día, cualquier grupo que sea visto como un peligro para la sociedad por escuadrones de la muerte, cabezas rapadas u organizaciones paramilitares, son sujetos de victimización”20.

Recapitulando: “…el pasaporte de entrada al siglo XXI”

Pese al hermetismo cada vez más refinado, a la confidencialidad, represión y acción de inteligencia y contrainteligencia, de control al interior para evitar investigaciones, delaciones, confesiones, arrepentimientos o disidencias, no obstante el adoctrinamiento cargado de subterfugios y la instrucción protegida con secretos cuya revelación puede desencadenar represalias, persecución y muerte, se sigue expresando con propósito de legitimación y ambientación por conducto de altos militares en servicio activo o en retiro, y por responsables de instancias civiles del poder, diferentes consideraciones en las que se continúa fundamentando el ataque a colectivos sociales calificados como peligrosos, señalados como las causas y la potencia de un daño a la institución militar o policial, así como a los respectivos resortes civiles y políticos de justificación, encubrimiento e impunidad.

Apenas a un mes del asesinato del abogado de derechos humanos Jesús María Valle, y dos semanas antes del asesinato de otro prominente jurista de esta causa, Eduardo Umaña Mendoza, a primeros de abril de 1998 expresaba el ex Ministro de Defensa General Guerrero Paz, ahora como Director del Centro de Análisis Sociopolítico, entidad que ha elaborado documentos en contra de los defensores de derechos humanos y los organismos humanitarios atacados: “Es realmente increíble la ofensiva de la subversión en el campo de la política internacional. Para empezar, se adueñó de la bandera de los derechos humanos, los cuales ni observa ni respeta; está presente en todos los organismos de carácter internacional, justificando su causa y desdibujando la imagen de nuestra precaria democracia; su campaña difamatoria ha tenido tanta credibilidad en el exterior, que Colombia fue descertificada en los años 1996 y 1997 e ignominiosamente acusada por organismos no gubernamentales empeñados en vigilar de manera subjetiva y con su propia lente”21.

Simultáneamente, el también miembro del Centro de Análisis Sociopolítico, General en retiro Salcedo Lora, subrayaba al explicar la violencia en Colombia: “Se crearon las bases operacionales y organizaciones de fachada, bajo el amparo de un marco democrático, que le dieron impulso a la subversión, cobijados por la Constitución. Luego aparecieron y hoy están en pleno esplendor organizaciones de acción política y psicológica que, en tanto desprestigian las instituciones básicas del Estado, crean situaciones favorables para la propagación del movimiento dentro de la masa y facilitan el desarrollo del aparato militar o los grupos de choque”, y aclara o justifica poniendo en el nivel de la delincuencia la acción oficial: “El Estado o mejor su fuerza pública, cuando incurre en excesos, no en acusaciones sin fundamento, no es ajena a la cultura de violencia que nos ha tocado soportar… Mal pudiera ser ajena si se nace en ese ambiente cargado de odio y retaliaciones de todo tipo… (los miembros de esa fuerza pública) No entraron como solución al conflicto, nacieron en el mismo y aprendieron a caminar y a razonar con argumentos de moda usados en la cultura imperante. Una cultura de violencia”22.

Este mismo militar ahora analista civil afirma: “Al igual que sucede en un pedazo de tierra lleno de maleza: se puede cortar, pero si no se consolida el proceso de erradicación en su base, extirpando raíces y toda posibilidad de reproducción, en poco tiempo las condiciones serán las mismas (…) En el firmamento colombiano pululan muchas agresiones y formas de desestabilización que no son tenidas en cuenta por quienes tienen la obligación de no dejarlas prevalecer (…) Sistemáticamente se ha estado atacando a las fuerzas militares por parte de la subversión con armas de guerra y con denuncias basadas en hechos falsos. Lo primero lo hacen los cien o más “frentes de guerra” y lo segundo, los mil o más frentes de apoyo civiles, amparados en organizaciones de fachada de mil caras y disfraces… En el futuro, …el torrente de acusaciones inventadas llegarían a los brazos cariñosos de procuradores y fiscales de Derechos Humanos salidos precisamente de esas organizaciones de fachada de mil caras y disfraces. Ellos sí creerán todo cuanto se diga contra los generales y comandantes (…) hace tránsito en el Congreso un proyecto de Código Penal Militar revolucionario, y así lo llamo porque en su confección además de algunos miembros de la jerarquía militar, participaron verdaderos revolucionarios extraídos de ONGs, abiertamente atacantes de la estructura penal militar vigente y también miembros de la Fiscalía y Procuraduría más o menos del mismo corte de los anteriores (…) La arremetida ha sido tan intensa y tan variada que si la calidad de las fuerzas militares no hubiera sido excelente, todo se habría ido al traste en un par de décadas”23.

Las Fuerzas Armadas del Estado colombiano asisten a un proceso de reforma que ha redoblado su capacidad destructiva bajo requerimientos de reestructuración. Esto se ha realizado sin depuración de la doctrina que históricamente y en la actualidad constituye el sustrato de las operaciones militares y paramilitares que de manera sistemática producen violaciones a las leyes internacionales que prohíben prácticas de barbarie y crímenes de lesa humanidad. En el acto de lanzamiento de las últimas brigadas militares especializadas, el Presidente Pastrana afirmó: “activamos la nueva Fuerza de Despliegue Rápido, símbolo de la modernización de nuestras Fuerzas Armadas y su pasaporte de entrada al siglo XXI (…) Con esto se está complementando  nuestra estrategia militar operativa y se está optimizando  su capacidad de reacción, lo que permitirá una mayor eficiencia en los resultados de las operaciones militares”24. Efectivamente, el símbolo del cambio no es la renuncia explícita a un pensamiento criminal en la base de la seguridad estatal, sino su rearticulación: “Como bien lo señaló el propio Presidente de los colombianos, la nueva Unidad forma parte del proceso de Modernización y Reestructuración de las Fuerzas Militares, que cada día buscan ser más profesionales, más eficientes y más contundentes en sus ataques, para defender a la población civil de la acción de los violentos” (ibídem, p. 5).

Como Comandante de la Fuerza de Despliegue Rápido fue asignado el General Carlos Alberto Fracica Naranjo. Cuando Teniente (finales de los setenta) estuvo vinculado al escuadrón de la muerte Triple A como miembro de la Brigada de institutos Militares, BIM; cuando Mayor (noviembre de 1985), estuvo coordinando la desaparición forzada de 13 personas en los hechos del Palacio de Justicia, donde murieron los Magistrados Reyes y Sandoval, acá citados, críticos de la Doctrina de Seguridad Nacional; cuando Coronel, estuvo vinculado a la desaparición y el asesinato de activistas políticos en Boyacá (1993-1994). “La Brigada es una unidad moderna de lucha antisubversiva. Lo cual no significa que las Fuerzas Militares no estén comprometidas con el proceso de paz. Sí lo están y mucho” (ibídem, p. 7).

El mismo día de la activación de tal unidad militar, se leían en la prensa las declaraciones contra la defensa de los derechos humanos el 3 de diciembre de 1999, del segundo comandante del Ejército, el General Néstor Ramírez, quien dijo en una conferencia en Miami que el Ejército colombiano libra cinco guerras, y que la más peligrosa es “la que tiene mayores limitantes”: “es defendernos de los infiltrados de la subversión en la Fiscalía, en la Defensoría del Pueblo, en la Procuraduría, y respaldados por algunas organizaciones internacionales y nacionales que nos hacen muchísimo daño”25. Dos días después, Pastrana, como Jefe de Estado, Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, se abstuvo de emprender cualquier acción frente a esta pública descalificación que hizo el alto oficial y tres semanas después terminaba el curso del siglo XX objetando el Presidente Pastrana la ley contra la desaparición, el genocidio, la tortura y el desplazamiento forzado, aprobada en el Congreso después de doce años de lucha de víctimas y de organizaciones humanitarias.

Objetó por supuesta inconveniencia la tipificación del genocidio político, porque se impediría así que las Fuerzas Armadas actúen contra las guerrillas, grupos políticos armados, confundiendo deliberadamente la acción en combate en desarrollo de competencias legales, con el intento de exterminio o la persecución a muerte en razón de opiniones o militancias políticas. Que ello limita la capacidad de acción de la fuerza pública, significa también que el accionar de ésta encubre tal lógica de aniquilamiento ilegítimo, constitutivo de crimen de guerra, de crimen contra la humanidad, por violatorio del derecho de los conflictos armados. De igual manera, interpuso una objeción relacionada con el traspaso de competencia que reduce el alcance del fuero penal militar atribuyendo el conocimiento de esos delitos a jueces ordinarios.

A finales de mayo del 2000 esas objeciones fueron definitivamente aceptadas por el Legislativo y un instrumento legal quedó finalmente adoptado tras la sanción presidencial con un mensaje vergonzoso: se puede ser genocida a nombre de la fuerza estatal contra los opositores armados, que en la práctica bajo el concepto de enemigo interno o subversión se extiende a todo potencial disidente; queda dada una orden de guerra sin cuartel, sin ética. Para su reprobación legal, el genocidio asciende paradójicamente a su legitimación. Así mismo, los casos judiciales de crímenes de lesa humanidad serán con esa ley de competencia de sus autores. No es sólo desbordamiento del Fuero Penal Militar. Es la máxima perversión del Estado. La impunidad institucionalizada protege así la perenne racionalidad de una Doctrina de Seguridad que enaltece como héroes a los que se envilecen con la sangre de las víctimas.

Las correas de transmisión estructural e institucional de esa renovada Doctrina de muerte y las cúpulas y los altos enlaces o mandos militares que la han aplicado no solo permanecen, sino que al amparo de esos ejercicios de impunidad, de encubrimiento y de los sofismas de cambios legales que burlan el más elemental derecho internacional, se están creando las posibilidades de continuidad total de ese terrorismo de Estado. Ninguna depuración que remueva esos agentes empotrados en la jerarquía civil-militar y sus respectivos mecanismos, será iniciada sin que se reconozca que esta base hedionda ha existido y está en la base de la formación de las Fuerzas Armadas.

La única mención al tema aparecía reseñada en prensa, un verdadero remedo de “barrida” como anuncio del uso de las facultades discrecionales que siempre han existido en manos del Ejecutivo para separar a miembros implicados o sospechosos de serlo en violaciones a la ley, por acción u omisión. Allí además de negar el Gobierno sus nombres, se decía claramente que era también por peticiones voluntarias de retiro o por casos de corrupción que involucran a suboficiales o mandos bajos, no a los máximos responsables de la guerra sucia. Ninguna medida penal se advierte con algún alcance individual o colectivo. “Según el Ministro de Defensa, entre los que se van hay gente que decidió irse por voluntad propia y otros que simplemente no se quedarán en las Fuerzas Militares por falta de un cupo”26. Esto ocurre en un contexto de algunas presiones por muestras para acceder el Gobierno a grandes paquetes de ayuda internacional: “hace un mes, el presidente Andrés Pastrana y los mandos castrenses instalaron la cátedra obligatoria sobre derechos humanos. El objetivo es allanar el camino para obtener la ayuda de Estados Unidos” (ibídem). La transparencia está dada.

¿Por qué hay cambio?

“Si hoy promovemos ese cambio es, ante todo, porque los propios militares son los abanderados de esta iniciativa. A esta institución hace rato que llegaron los vientos de la transformación y la modernización. Esta reestructuración ha venido de sus entrañas, y el impulso lo han dado sus hombres. Esa es la garantía del éxito. Veo con entusiasmo esta actitud de los miembros de nuestras Fuerzas y hago un llamado para que todos los servidores del Estado sigan su ejemplo”.

Discurso del Presidente Andrés Pastrana Arango, en la instalación de la Comisión Externa para la reestructuración de las Fuerzas Militares (Revista Defensa Nacional, Ministerio de Defensa, Edición Nº 446, Marzo – Abril de 1999, Santa Fe de Bogotá, p. 5, s.n.).

Es posible conciliar así la mentira sobre la función pública con la realidad descarnada de la administración de la muerte y la injusticia a nombre del Estado, y por ende de la sociedad, sin generarse un vacío ético, pues no hay referente de tal naturaleza, un derrotero de humanidad, si prevalece la condición esencial de un Establecimiento que es terrorista. Este engloba sin límites en sus formas de control las figuras de la democracia y de los derechos humanos, y traslada e invierte exactamente a los ojos de una parte del mundo su responsabilidad.

Contrario a renunciar a esa concepción, pone sus resultados como ejemplo de un régimen supuestamente respetuoso de la dignidad humana, negando la trayectoria de esa Doctrina que es una de las características de su mimetismo, para seguir matando con éxito. Burla cualquier juicio central sobre ella, no sólo al interior del país sino también en instancias de una comunidad internacional que no la ha identificado todavía como fuente de las violaciones a los derechos humanos, que ha sido informada y convencida en la superficie para pensar que tal teoría de seguridad nunca tuvo el arraigo suficiente y para que se pronuncie en consecuencia con esa visión oficial: la presentación de una compleja situación de riesgo para el Estado, por los tipos de amenaza que se ciernen y el requerimiento para un trato comprensivo y benévolo con sus autoridades.

Ha pasado tal ideario por varias etapas de un conflicto sangriento que se sostiene al día de hoy y se potencia en la medida en que se siga desconociendo que tiene una aplicación profunda, intensa en tiempos y lugares; que ese pensamiento criminal está vivo, que en su ejercicio cientos de Generales de la mayor graduación hasta asumir cargos como Comandantes de fuerza, del Ejército y de la Policía, en particular, y Ministros de Defensa y otros altos funcionarios civiles, lo han estructurado desde los años sesenta, incluso antes que convulsiones en otros países, y que ha perdurado por la impunidad y el consentimiento directo de Presidentes de la República, rodeados de poderes reales, de los máximos apoyos o respaldos explícitos para superar la guerra sucia, y que no lo han hecho por compatibilidad con sus premisas y objetivos. Ninguna contradicción, ni reparo moral alguno se ha manifestado en la realidad política.  Sí y falazmente en el discurso.

Se debe su especial arraigo, como su desenvolvimiento, renovación y ocultamiento, a esa lógica de conservar a toda costa e ininterrumpidamente la apariencia de unas formas exteriores del régimen jurídico-político, y por otro lado a la intencional explotación adecuada o utilidad planeada de esa imagen de democracia, supuestamente nunca quebrantada por ocupaciones militares o cesiones del Estado Democrático, tras la que se esconde eficazmente ese aterrador expediente y el actual panorama de políticas y mecanismos con los que se ha desarrollado el genocidio en Colombia.

Instrumentos claves para resolver con eficacia en un proceso jurídico-político dicha afirmación institucional de la violencia ilegítima, es decir esa criminalidad con cuerpo cierto de Doctrina, esas herramientas de civilización, han llegado a pervertirse, como la tan aplaudida innovada política pública de derechos humanos, hoy un conjunto inmenso de formalidades, facultades, organismos, un sinnúmero de medidas desprendidas de ejes de voluntad política contrastable, confeccionada y encajada su publicidad y emblemas en ese esquema funcional, precisamente usada como fuente de reconversión de la guerra sucia, al asociar la defensa de los derechos humanos con la alegada capacidad de unas Fuerzas Militares; que éstas sin separarse de su injusto y cruel papel y sin reconocer su pasado criminal, son idóneas para promover los derechos fundamentales, dicen obviamente el Presidente y el Ministro de Defensa; competentes, aseguran, para salvaguardar con ética la vida humana colectiva, cuando su práctica se ha revelado como asesina y mucho más autoritaria incluso que la experimentada en despotismos o felonías abiertamente militares.

Las banderas de totalitarismos no se asocian a nuestra historia. Sólo recientemente se habla de un Estado en profunda crisis. La constante calificación que recibía –y todavía asombrosamente se le otorga-, es la de una institucionalidad que pese a la confrontación política armada, corresponde a la de un Estado de Derecho. Se insiste que ahí está la mayor cantera, en definitiva un verdadero arsenal, del que la concepción de seguridad se alimenta: que se presuma por el exterior de esas formalidades, que esa Doctrina no es albergada, o que fue desalojada y es hoy objeto de un rechazo claro y de una proscripción indudable.

Hay una Doctrina real de la que apenas ha sido posible mostrar algunos de sus componentes públicamente en segmentos de una sociedad silenciada, pero sin debate completo sobre ella y sus mecanismos de reproducción. Al contrario de tener algunos resultados en el cese de la criminal violencia organizada desde órganos del Estado, cuando ha sido puesta como telón de fondo de ese terrorismo, la discusión sobre esa teoría ha tomado prácticamente un camino: por medio de la declaración formal de ser las fuerzas armadas legítimas como legales sus funciones, se niega que el modelo seguido en su formación y operación sea ese mismo pensamiento de seguridad nacional rechazado convencionalmente como patrimonio de regímenes autoritarios; o sea se afirma bajo esa negación que se cumple un papel ajustado a las necesidades de defensa de los intereses nacionales sin atentar contra el Estado de Derecho.

Se alega en cambio una formación de las fuerzas de seguridad en valores de respeto a la Constitución y a la Ley en tanto contenidos democráticos, y se cobra por ello a una comunidad internacional y al interior de la sociedad colombiana, como especie de chantaje. De esa situación dichas fuerzas apenas son parte. Queda dicho y se demuestra, que el engranaje de esa operación armada siempre ha descansado en un régimen de poder civil que al tiempo que ha planteado discursos y medidas incluso hasta calificadas de arriesgadas al hacer fricción ocasional con el estamento militar, no ha impuesto como es su derecho y deber, su obligación y facultad, una revisión de los resortes tanto inicialmente ideológicos que están en un extremo de la cuerda bélica, como de los pasos ya no sólo teóricos sino fácticos que se dan y traducen en crímenes en el otro extremo, acumulado de terror sólo cierto cuando la impunidad es total y también predispuesta como superior e irrenunciable garantía de cumplimiento del sistema.

Como el paramilitarismo, las acciones encubiertas planificadas al detalle y con altos mandos implicados en acciones y omisiones concatenadas, los actos de terrorismo de Estado en general, han arrojado una masa de indicios año tras año. Hay cientos de pruebas contundentes que confluyen y están sin respuesta, sobre el entramado orgánico, sobre el funcionamiento de una maquinaria de horror. Cuando ha sido absolutamente manifiesta la responsabilidad de agentes oficiales, ningún Gobierno, ni sector alguno del Estado o del Establecimiento ha puesto el dedo en la llaga, en la fuente de esa dinámica de descomposición.

Este sendero conduce de plano a desistir en la búsqueda integral de los estratos comprometidos y de las precisas intencionalidades en cadena que mueven al crimen, las cuales podrían ser ubicadas y reconstruidas razonablemente en los escenarios de la acción judicial y de la imputación política. Igualmente obliga a desestimar y a anular por completo las señales que llevan a referentes de una fáctica disciplina oculta o paralela, en el interior de los cuerpos de seguridad del Estado sobre todo, y sus respectivos recursos y mecanismos, cuando precisamente la intensidad, el volumen, el modus operandi y tales garantías de impunidad, revelan su validez real y su uso cotidiano para los autores criminales que permanecen en un plano secreto, mientras esas mismas ideas contrainsurgentes han conformado en el caso colombiano una fuerte identidad defendida en público por algunos, quienes llaman a dar apoyo irrestricto a unas fuerzas armadas que alegan estar “limitadas” frente a la subversión.

En ello siguen reconociendo parcialmente fundamentos de esa Doctrina, como lo hacen escribiendo y argumentado sobre ella dentro de un cálculo y una razón instrumental que le es propia, nunca admitiendo que ésta, en tanto transgresión codificada de los derechos humanos, sea el verdadero referente, sino abriendo campo a sus requisitos eludiendo la identificación nominal de esos principios. El manejo de un lenguaje que esconde esas bases, o las sustituye en la eventual indagación externa a las fuerzas de seguridad, ha redundado como en ningún otro país en el mejoramiento de su status como inspiración inamovible y preferente, sólo sujeta a modificación, como ha ocurrido, en aras de perfeccionar los mecanismos de impunidad y dicho mimetismo de los sostenidos propósitos criminales, es decir no sociables de ningún modo, a no ser por cuenta de actores creados por la misma, como los paramilitares, quienes reconocen y explican con cinismo y ferocidad sus delitos, o a quienes se les puede endosar los mismos sin costes institucionales.

Ese modelo tiene tal capacidad y sus características son parámetros sólidos para perpetuar la barbarie sin condena de su base política, que supera genocidios que hoy movilizan alguna opinión mundial para que cesen. En Colombia, por el contrario, continúa copando más terreno la muerte organizada en forma de Ejército y otros cuerpos de seguridad estatal y paraestatal, en contra de luchas de enemigos internos que dichas guías doctrinales crean como objetivo de terror, sustancia de ese ejercicio político-militar dominante de un proyecto incapaz de generar condiciones de vida para todos, que excluye y castiga las aspiraciones de dignidad de opositores reales o presuntos, actuales o potenciales, atentando incluso contra algunos funcionarios públicos. Se criminalizan más, mientras se bloquea el escrutinio de lo que lleva a actuar en serie, y de manera absolutamente deliberada, a cientos de hombres cometiendo atrocidades sin ninguna consecuencia para los rótulos de ese Estado.

Las redes y los procedimientos neurálgicos permanecen invisibilizados, ocultos. Así, lo que no se diagnostica avanza y mata; cumple su cometido sin ser objeto de repulsa alguna. Y puede incubarse una y otra vez de múltiples modos bajo una sola racionalidad de aniquilamiento. Esto ha impedido la puesta en marcha de mecanismos idóneos de prevención o defensa de los constantemente atacados por los brazos de esa Doctrina. Nada de ella será superado si no es sometida a juicio. Sus autores lo saben y por eso matan la justicia.