1966-1981

Entre 1953 y 1965 las Fuerzas Armadas experimentan agudas transformaciones sustentadas en tres procesos fundamentales: la división internacional del trabajo militar, la adquisición de nuevas funciones y de un mayor poder de la institución militar en el Estado y la importancia que adquiere el control del orden social a partir de las nuevas especificidades que adquiere el conflicto nacional. Esto generó la militarización permanente de la vida civil y su intervención en diferentes esferas del control estatal, producto de la reciente configuración institucional que presentan las Fuerzas Armadas, impulsada a partir de “tres factores que prepararon principalmente el terreno para hacer posible la germinación del nuevo papel militar: la respuesta estatal a la ‘Violencia’, la guerra de Corea y el gobierno de Rojas Pinilla”.1 La Violencia partidista fue combatida por la fuerza policiva, con la participación tangencial del Ejército. Sin embargo, hacia 1950 en la lucha contra las organizaciones de Autodefensas Campesinas en diferentes regiones del país, especialmente en los Llanos, el Ejército asumió un control más directo en el manejo del orden público, materializándose este nuevo papel en la militarización de poblaciones, la ampliación de las atribuciones de los comandantes militares y el desarrollo de acciones directas contra estas organizaciones.

Los destacamentos que hicieron presencia en la guerra de Corea entre 1951-1954 adquirieron nuevas estrategias en la lucha antisubversiva, comprendiendo que el uso de las armas era válido en el ámbito interno y no sólo en la defensa de la soberanía nacional. Además, esta guerra contra el comunismo reflejaba la existencia de un enemigo que se encontraba en todas partes, y al que era necesario combatir de manera frontal, por lo cual era necesario ampliar las funciones del Ejército a través de una profunda modernización.

En el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla las Fuerzas Militares accedieron de manera más decisiva a diferentes instancias del poder institucional, constituyéndose en un sector determinante del Estado, ya que a su cargo estaba el control de La Violencia y el orden público. Con tal afianzamiento en las esferas políticas, el Ejército ocupó un lugar de mayor predominancia dentro del aparato estatal.

Los factores antes mencionados contribuyeron a que las Fuerzas Militares centraran sus acciones en el control y la represión del orden interno, puesto que la Policía había visto disminuida su capacidad para hacer frente al conflicto local; antes bien, ésta institución había prestado su respaldo armado a las facciones políticas conformando organizaciones alternas al servicio de gamonales locales.

Para 1961 la seguridad interna era ya un objetivo fundamental de las Fuerzas Militares para garantizar la protección de las clases dominantes, frente a la expansión del comunismo en Latinoamérica y la creciente importancia adquirida por las diferentes organizaciones sociales en el país. El apoyo del gobierno de Estados Unidos a través de la Alianza para el Progreso centró su interés en evitar el triunfo del comunismo en aquellos países en los que ejercía influencia directa, para lo cual era necesario desarrollar una guerra contrainsurgente y evitar así que se repitiera la experiencia revolucionaria de Cuba en los países de Latinoamérica. La Alianza para el Progreso materializaba sus objetivos centrales a través de una guerra frontal contra los grupos insurgentes, acompañada de tareas de carácter cívico-militar, con el fin de lograr la simpatía de la población civil hacia las Fuerzas Armadas, la militarización de zonas de influencia y la creación de aparatos de difusión de la ideología castrense.

Las Fuerzas Militares colombianas emplearon diferentes mecanismos para ampliar su radio de influencia y su presencia en el ámbito nacional, favorecido por el nombramiento de alcaldes y gobernadores militares, se presentan labores de control en las zonas urbanas, a través de la realización de allanamientos y detenciones para frenar las movilizaciones populares y enfatizar cuál era el verdadero enemigo. Es así como “ni la invocación de los ‘bandoleros’ ni la de los ‘guerrilleros’ resultaba ya suficiente para justificar este desempeño que abarcaba también a los pobladores de los campos y a los obreros de los centros urbanos, y que se extendería sin dificultad a los estudiantes, a los disidentes políticos y a los ‘marginados’ sociales”2. Igualmente, la represión se vio reforzada en el campo judicial desde 1965 cuando la legislación de excepción aprobó, mediante el Decreto 1290 de mayo 21 de ese año, que las Fuerzas Armadas tuvieran atribuciones judiciales en contra de civiles, teniendo injerencia directa tanto en el Ministerio de Justicia como en la rama jurisdiccional.

Las Fuerzas Armadas ingresan de manera directa dentro de los parámetros de la lucha contrainsurgente a partir de la década de los sesenta, manteniendo una ideología de carácter anticomunista, en la cual el control del orden público interno es parte esencial para contrarrestar el crecimiento de la movilización popular organizada, convirtiendo a la población civil en un objetivo de las acciones militares y a su vez, en elemento fundamental para contrarrestar el éxito de las agrupaciones insurgentes.

A partir de 1966, luego del cambio de denominación del Ministerio de Guerra al de Ministerio de Defensa (1965), se producen varias transformaciones en la política militar del país. Tales cambios implican un nuevo rumbo en la evolución de las Fuerzas Armadas constituyéndose en un organismo de importancia creciente dentro del Estado, lo cual las lleva a una permanente modernización. Además, ante el avance de nuevas formas de lucha social, encarnadas en los grupos guerrilleros recientemente constituidos, el tratamiento dado por las instituciones militares al conflicto social se transforma, dando mayor relevancia a la defensa y control del orden público interno que al mantenimiento de las fronteras por parte del Ejército. De tal manera que “el tránsito político e institucional referido, condujo en el Ejército a varios cambios. Éste dejó de ser instrumento de los partidos políticos para convertirse en columna vertebral del Estado; su función asignada pasa de guardián de las fronteras a principal agente en el control del orden público; de enfrentar la violencia partidista y sus expresiones bandoleríles, pasa a combatir la infiltración comunista internacional”.3

Efectivamente, la denominación de Seguridad Interior tiene que ver con un cambio progresivo en la forma del tratamiento al conflicto interno, puesto que para esta época, si bien se señala el fin del periodo de la Violencia, se inicia una fase de lucha continental en contra del comunismo como parte de una estrategia liderada por Estados Unidos, para restar influencia a esta ideología y de paso restringir la manifestación de los movimientos sociales.

Bajo estado de sitio se impusieron los principios castrenses al orden público interno dando un carácter militarista a las acciones de los funcionarios estatales, quienes de manera integral contribuyeron directamente a la violación reiterada del derecho a la vida, a la libertad de expresión y de movilización organizada popular. A finales de este modelo represivo, la insuficiencia de las medidas de excepción, debido al aumento en la violación de los Derechos Humanos y ante el fracaso explícito de vencer a las guerrillas, hace incursión una represión basada en agrupaciones de carácter irregular que comienzan a integrarse como un elemento ilegal y descentralizado de la represión estatal, abriendo paso a un nuevo modelo de represión.

Las transformaciones estratégicas e ideológicas de las Fuerzas Armadas se presentan en el curso de los primeros años del Frente Nacional, cuyos gobiernos desarrollaron un autoritarismo sustentando en el estado de sitio y en la continua violación de los Derechos Humanos. El Frente Nacional fue contradictorio debido a que sí bien disminuyó la tensión entre los partidos políticos y la Violencia precedente, su distribución del poder impidió la modernización del sistema partidista colombiano, para que éste se acoplara a los rápidos cambios que el país experimentaba en esos momentos.

Por esta fuerte restricción política y con la evidente problemática agraria, surgen una serie de agrupaciones de carácter campesino, ante las cuales el Estado respondió militarmente, dada su incapacidad para generar medidas de carácter social o reformista. De esta manera, la lucha en contra de la movilización popular organizada fue convirtiéndose en un asunto más militar que político, por lo cual la “autonomía militar condujo a debilitar gradualmente el respeto de sus miembros por las normas legales e impuso un temprano clima de tolerancia hacia la violencia contra los guerrilleros y contra la población civil presuntamente solidaria con aquellos”4.

Producto de la cooperación entre altos mandos del Ejército Norteamericano y Latinoamericano, se llevan a cabo en el país diferentes conferencias de organismos militares estadounidenses con las Fuerzas Armadas colombianas, tras las cuales se recomendó la creación de grupos de civiles armados bajo el control del Ejército. Estas organizaciones inicialmente tendrían un carácter netamente defensivo de los intereses nacionales y deberían operar en zonas de actividad guerrillera.

De esta manera, se expide en 1965 el Decreto 3398 definió la defensa de la nación como “la organización y previsión del empleo de todos los habitantes y recursos del país, desde tiempo de paz, para garantizar la Independencia Nacional y la estabilidad de las instituciones” y legalizó temporalmente el hecho de que el Ministerio de Defensa armara a civiles. Bajo estado de sitio en 1968 se le da carácter permanente a este decreto por medio de la Ley 48 de 1968.5 A pesar de su carácter defensivo, su papel se centró en la lucha contrainsurgente al amparo y bajo la dirección de las Fuerzas Armadas, que proporcionaban el entrenamiento, armamento y adoctrinamiento necesarios a los civiles. Algunos de los manuales entregados a las Fuerzas Armadas contenían expresamente la orden de armar y entrenar civiles, es el caso del Reglamento de Combate de Contraguerrillas, que incluye en su bibliografía cinco Manuales Militares de Campo y tres Textos Militares estadounidenses. En el Reglamento, los comandantes de campo reciben instrucciones sobre como “organizar en forma militar a la población civil para que se proteja contra la acción de las guerrillas y apoye la ejecución de operaciones de combate.” El Reglamento insiste en que estas “juntas de autodefensa” deben incluir a individuos seleccionados, entrenados y equipados especialmente por los militares y en los casos en que sea necesario deben movilizarse con la tropa.6

En este sentido, “fueron consignadas bases para alegar legitimidad y legalidad de grupos objetivamente paralelos a los cuerpos oficiales, cuando las circunstancias obligaran a ello, ya ocasionalmente o bien como recurso para un discurso más sistemático”7. Para estos momentos organizaciones como las FARC, el ELN y el EPL habían hecho presencia armada en algunas zonas del país, por lo que el Estado vio en la creación de “autodefensas” un mecanismo eficaz en la lucha contrainsurgente.

Al finalizar el Frente Nacional las políticas militaristas para controlar el orden público continuaron a la orden del día, como una manera de enfrentar el avance de la lucha guerrillera y de las movilizaciones populares organizadas. La política central que se adoptó fue la Doctrina de Seguridad Nacional, cuya formulación en el país se realizó mediante “el Decreto 1573 de 1974, [que] estableció y clasificó la documentación inherente a la planeación de la seguridad nacional (…) El Decreto 1573 fue la primera norma en mencionar de manera específica el concepto de seguridad nacional, pues hasta ese entonces sólo se había anunciado en los escritos militares de orden teórico”.8

Esta doctrina fue rápidamente asimilada por las Fuerzas Armadas durante la década de los setenta y definida como “un conjunto de concepciones o cuerpo de enseñanzas derivado de verdades, principios, normas y valores que un Estado, a través de sus propias experiencias o de las de otros Estados y de conformidad con su constitución política y con las realidades del país, considera que debe llevar a la práctica para garantizar el desarrollo integral del hombre y de la colectividad nacional, preservándolos de interferencias y perturbaciones sustanciales de cualquier orden”9. De esta manera las funciones del Ejército fueron centrándose cada vez más en la vigilancia, hostigamiento y represión de la población civil, haciendo ver este tipo de agresión como una actividad netamente defensiva.

La Doctrina de Seguridad Nacional se sustenta en dos postulados básicos: el de la bipolaridad, entendido como la división existente entre Occidente capitalista y Oriente comunista, cuya influencia podría sentirse en Latinoamérica por medio de la insurrección revolucionaria, y por eso cada Estado debería prepararse para afrontar conflictos en diversas manifestaciones. El segundo postulado es el de la guerra generalizada que parte de la idea de un conflicto de carácter permanente, en el que los límites de la política interna y externa se desvanecen, y la lucha atraviesa todos los campos y emplea todos los recursos a su alcance. El enfrentamiento estará siempre latente, en la medida en que el espectro comunista amenace con desestabilizar el orden interno de cada uno de los Estados.

En este sentido, a partir de estos principios ideológicos “la defensa nacional, entendida como la función militar de salvaguardia de una soberanía nacional tradicional identificada como la invulnerabilidad de las fronteras del país, perdió espacio a favor de la nueva categoría de la seguridad nacional, adoptada de las concepciones elaboradas en los Estados Unidos y Suramérica. De esta manera, con la subordinación de la defensa nacional a la seguridad nacional, como medio esencial para garantizar esta última, las instituciones castrenses se involucraron en el manejo directo de la política, culminando así su integración a la órbita militar de la guerra fría”10.

La Doctrina de Seguridad Nacional hizo hincapié en la preparación y adaptación de los Estados a los principios de la guerra permanente para enfrentar el comunismo, neutralizando los movimientos de izquierda locales que pudieran representar una amenaza a la estabilidad interna de los gobiernos latinoamericanos.

En la segunda mitad de la década de los setenta se hace evidente la participación activa de los grupos guerrilleros en varias zonas del país, especialmente en los lugares donde se presentaban problemas críticos en cuanto al conflicto por la tierra. Además, en 1975 emerge el M-19 como otro grupo guerrillero que se suma a los ya conformados, con un corte populista y nacionalista que centra sus acciones en el ámbito urbano especialmente.

Por su parte la agitación social se intensificó claramente, como lo demuestra el Paro Cívico Nacional en 1977. Ante esto los altos mandos militares exigieron al presidente López Michelsen medidas de emergencia en contra del aumento activo de la subversión, y así de paso, restringir la movilización popular que ejercía fuerte influencia a escala nacional, poniendo a prueba el orden público. Sin embargo, el gobierno de turno estaba por terminar y los militares debieron esperar, para ver cumplidas sus exigencias, hasta la posesión del gobierno de Turbay Ayala, quien bajo el amparo del Estado de Sitio vigente, decretó el llamado Estatuto de Seguridad (Decreto 1923 del 6 de septiembre de 1978).

El decreto sancionado, “satisfacía las aspiraciones de los militares y constituía el refinamiento y síntesis de las modalidades de represión experimentadas durante los largos años de vigencia del estado de sitio. Con base en tal norma se crearon nuevos delitos, se agravaron las penas de aquellos que ya existían, se modificó el procedimiento judicial y se transfirió al conocimiento de los jueces militares el juzgamiento de casi todos los delitos con una leve connotación política”.11

El Estado para 1978 se caracterizaba por su incapacidad, cada vez más evidente, para vencer a las guerrillas tratando de evitar los factores sociales y políticos que les habían dado vida. En este sentido, durante el gobierno de Julio César Turbay Ayala se apoya incondicionalmente al Ejército para una lucha antiguerrillera que estuviera libre de todo obstáculo legal, que cobró su máxima expresión en el Estatuto de Seguridad que otorgaba a los militares funciones de carácter judicial.

Los abusos por parte de los militares no se hicieron esperar, comenzándose a utilizar de manera masiva la tortura, la retención preventiva y las desapariciones forzosas. La puesta en marcha de esta clase de actividades violatorias de los Derechos Humanos, condujo a un malestar en amplios sectores del país, lo cual fue reforzando la simpatía por los grupos guerrilleros y el aumento del reclutamiento en sus filas.

De esta manera, el gobierno abrió espacio a la “ocupación militar del Estado, que permitió la aplicación del Estatuto de Seguridad, con burdas detenciones indiscriminadas y torturas a personas de grupos sindicales, organizaciones populares e intelectuales considerados de izquierda. Fue un “ascenso social” de los “excesos” cometidos de tiempo atrás contra la población campesina en las zonas de violencia. Todos estos episodios estuvieron enmarcados por la aplicación de la justicia militar, a través de numerosos consejos verbales de guerra, y la continuación de las operaciones militares contra las guerrillas”.12

Ante esta militarización directa del orden público en el país, se desenvolvió un clima de agitación social sin precedentes y un renacer de las guerrillas, por su parte la opinión pública se polarizó a favor y en contra de las acciones militares.

La visión institucional ofrece una explicación del surgimiento de los grupos paramilitares sustentada, en primer lugar, en la idea de que la práctica de la “vacuna” y del secuestro por parte de las FARC para adquirir financiamiento, fue tomando mayor relevancia a partir de la segunda mitad de la década de los setenta, lo cual hacia cada vez más patente la incapacidad del Estado para proteger las áreas del conflicto urbano y rural, por lo tanto “la legitimidad del Estado resultaba en cuestión: era incapaz de garantizar la paz rural, utilizaba métodos ilegales de lucha contra la guerrilla y la subversión, no podía proteger a los ciudadanos contra el robo o la violencia delincuencial, y no lograba poner en la cárcel a los culpables de cualquier tipo de delito”.13 Lo anterior se convierte en un elemento causal que legitimaría el afianzamiento de las organizaciones paramilitares, desvinculándose así al Estado de su participación directa en este tipo de violencia parainstitucional.

En segundo lugar, oficialmente se sostiene que en 1981 tras el secuestro por parte del M-19 de Marta Nieves Ochoa, hermana de Jorge Luis Ochoa, un capo de las drogas, se presenta un esfuerzo determinante para coordinar una iniciativa privada en contra de la amenaza guerrillera, constituyéndose el MAS (Muerte A Secuestradores). Este grupo se conformó gracias al aporte económico de los traficantes de droga; además el “modelo” se extendió a varias zonas de país, sobre todo donde tales grupos comenzaban a extender su poder territorial por medio de la compra de tierras, los cuales “acostumbrados a emplear guardaespaldas y grupos armados, se convirtieron en catalizadores de una nueva alianza antiguerrillera, conformada por los narcotraficantes, a los que se sumaban, con alivio o entusiasmo, los antiguos propietarios que no habían logrado suficiente protección del Ejército, y amplios sectores de esta misma institución”.14

En este sentido, sobre la base de los anteriores argumentos, diferentes instancias estatales afirman que desde inicios de la década de los ochenta hacen presencia los traficantes de drogas, quienes para adquirir protección y defensa ante el secuestro y la “vacuna” por parte de la guerrilla, convienen en dinamizar la conformación de organismos de seguridad privada, constituyendo ejércitos de particulares para la protección del negocio y para detener las acciones extorsivas de la guerrilla.

Seguramente, algunos ganaderos, hacendados y traficantes han apoyado la conformación de ejércitos privados. De igual manera, las exigencias económicas y los abusos de las guerrillas han abierto las posibilidades para que en algunas regiones se organicen grupos de autodefensa, con el respaldo de autoridades civiles y militares. Sin embargo, estos aspectos coyunturales no explican el auge del fenómeno paramilitar.

Contrario a esta explicación de carácter institucional, el paramilitarismo “es simple y llanamente, el resultado directo de la aplicación de una concepción y una ideología que se enseña en las academias militares, que se implementa en las estructuras del Ejército y que se difunde en los llamados “sectores dirigentes” del campo político y económico”15. Por lo tanto, las bases estructurales del surgimiento de las organizaciones paramilitares, están en estrecha relación con una política estatal que busca garantizar el orden social vigente.

En efecto, existe en el Ejército colombiano una elaboración doctrinaria tal, que incluye en su definición estratégica y operativa el paramilitarismo, reflejada en los diferentes reglamentos y manuales de combate de contraguerrilla (Manual de Contraguerrillas de 1979; Manual de Combate contra Bandoleros o Guerrilleros, Res. 0014 del 25 de junio de 1982; Reglamento de Combate de Contraguerrillas de 1987). Estos manuales presentan algunas pautas de operación y entrenamiento de los grupos paramilitares, los cuales son presentados bajo diferentes denominaciones como: juntas de seguridad y vigilancia, juntas de autodefensas y comités cívicos militares. En este sentido, “el paramilitarismo llega a ser, entonces, piedra angular de una estrategia de “guerra sucia”, donde las acciones “sucias” no puedan ser atribuidas a personas que comprometan al Estado a través de su accionar visible, sino que se deleguen, se traspasen o se proyecten en cuerpos confusos de civiles armados, anónimos y fácilmente definibles como delincuentes comunes que actúan y luego se esfuman en la niebla. Este objetivo de encubrimiento de responsabilidades, respecto a actos que no tienen ninguna presentación legal ni legitima, ni siquiera dentro de fuertes confrontaciones bélicas, hace que se confundan y se complementen dos tipos de procedimientos: el accionar de los militares camuflados de civiles y el accionar militar de civiles protegidos clandestinamente por militares. Ambos procedimientos tienden al mismo objetivo: el encubrimiento que salvaguarde la impunidad”.16

De igual manera, las Fuerzas Militares patrocinan y participan en operaciones encubiertas dirigidas en contra de las agrupaciones insurgentes, la población civil y las organizaciones sociales. Estratégicamente, “entre los principios que orientan las operaciones encubiertas podemos enumerar: el alto grado de clandestinidad y compartimentación de los equipos que las ejecutan; el anonimato o autoría desviada, para que los hechos no sean atribuidos a las Fuerzas Militares sino a “sicarios” y paramilitares, o incluso a grupos insurgentes y, finalmente, el uso del terror como arma de guerra irregular para conquistar la mente de la población”17. Orgánicamente, tales operaciones son planeadas, dirigidas y ejecutadas por los distintos organismos de inteligencia y contrainteligencia de las Fuerzas Militares, como el “Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Brigadier General Charry Solano –BINCI– ” cuya comandancia participó en la conformación de la Alianza Anticomunista Americana (Triple A) en 1978. Ésta organización era la forma clandestina en la que operaban diferentes sectores militares del BINCI.

El apoyo del Estado en la conformación de estos grupos de carácter irregular, fue un elemento más que profundizó su fragmentación. La puesta en marcha de tales agrupaciones, reguladas por el Estado y las Fuerzas Armadas, se fundamentaban en vinculaciones con oficiales retirados o activos de la Policía y el Ejército. En este sentido, es “en el contexto de las dificultades del Estado y las Fuerzas Armadas para combatir a los grupos guerrilleros y las luchas con potencialidades autónomas populares, cuando poco a poco se fue desarrollando una especie de para-estado”. 18

Es en el momento en que los modelos represivos estatales legales son ineficaces ante el terreno ganado por la guerrilla y a la ampliación del movimiento popular, cuando se hace necesario utilizar formas coercitivas extralegales, encarnadas en los grupos paramilitares que, además de hacer frente a la subversión, someten a la población a una serie de acciones disuasivas para desestructurar las que se conciben únicamente como bases sociales de la guerrilla, transformando amplios territorios en baluartes antiguerrilleros.

De tal manera que a partir de estos acontecimientos estructurales, se va ingresando plenamente en la expansión de la conformación de grupos y organizaciones de carácter irregular que ya venían actuando bajo la anuencia directa de sectores políticos, gremiales y económicos en varias zonas del país y que son impulsados, mediante su vinculación directa con las Fuerzas Armadas, en la consecución de la lucha antisubversiva. Por lo tanto, “a la versión natural de los terratenientes y narcotraficantes contra la guerrilla (a la cual incluían todo campesino no conforme con su dominio incondicional sobre la región), los militares agregaron su anticomunismo ideológico formado en la escuela de las Américas y otros centros de formación. Las condiciones desventajosas en la lucha contra la guerrilla, considerado el único enemigo, hicieron natural la alianza entre el Ejército y los grupos locales de poder”19. En ese orden de ideas, es evidente la transformación del modelo de represión sustentado en medidas de excepción adscritas al Estado, para dar paso al modelo de represión basado en la violencia parainstitucional.

Los años 1981-1982 marcarán la máxima intensidad de este modelo de control político; ya para entonces, no parece suficiente la represión fundamentada en la legalidad de excepción vigente como forma de coerción de la población, recurriéndose a mecanismos ilegales. En adelante se abrirán paso nuevas modalidades represivas.

Hacia 1982 emerge una represión parainstitucional basada en grupos irregulares y, por ende más descentralizada que con sus propias inflexiones, abre un nuevo modelo represivo. El desgaste del modelo anterior era evidente, no sólo por el agravamiento de la situación de los derechos humanos en el país, sino por el fracaso militar en exterminar a la guerrilla; los cálculos gubernamentales estimaban la presencia de 1.945 personas en las filas de la insurgencia durante 1976, pero admitían que para 1984 ya eran 3.682.20

1 Gallón, Giraldo Gustavo. La República de las Armas. Relaciones entre Fuerzas Armadas y Estado en Colombia: 1960-1980, Bogotá: CINEP, Serie Controversia N° 109-110. 1978. Pág. 20.

2 Gallón, Giraldo Gustavo. Op., cit. Pág. 26.

3 Rueda, Santos Rigoberto. De la guardia de las fronteras a la contrainsurgencia. Elementos de la evolución política e institucional del Ejército colombiano 1958-1965. Bogotá: ICFES, 2000. Pág. 327.

4 Melo, Jorge Orlando. Los paramilitares y su impacto sobre la política. En Al filo del caos. Crisis política en la Colombia de los años ochenta. Bogotá: IEPRI, Tercer Mundo editores. 1990. Pág. 484.

5 Leal, El oficio de la guerra. Págs. 86-87

6 Comando de las Fuerzas Armadas, Reglamento de Combate de Contraguerrillas, EJC 3-10 Reservado, 1969

7 Medina, Gallego Carlos y Tellez, Ardila Mireya. La violencia parainstitucional, paramilitar y parapolicial en Colombia. Bogotá: Rodríguez Quito Ed. 1994. Pág. 17.

8 Leal, Buitrago Francisco. El oficio de la guerra. La seguridad nacional en Colombia. Bogotá: Tercer Mundo Editores, IEPRI. 1994. Págs. 96 y 97.

9 Citado en Gallón, Giraldo Gustavo. Op., cit. Pág. 65.

10 Leal, Buitrago F. Op. cit.. Pág. 4.

11 Uprimny, Rodrigo y Vargas, Castaño Alfredo. Op. cit. Pág. 113.

12 Leal, Buitrago F. Op. cit. Pág. 55.

13 Melo, Jorge Orlando. Op., cit. Pág. 486.

14 Ibid. Pág. 492.

15 NCOS y otras. Tras los pasos perdidos de la guerra sucia. Paramilitarismo y operaciones encubiertas en Colombia. Bruselas. Ediciones NCOS. 1995. Pág. 6.

16 Comisión intercongregacional de justicia y paz. Vol. 8. N° 2. 1995. Pág. 10.

17 NCOS y otras. Op. cit. Pág. 29.

18 Palacio, Germán y Rojas, Fernando. Empresarios de la cocaína, parainstitucionalidad y flexibilidad del regímen político colombiano. Narcotráfico y contrainsurgencia en Colombia. En Palacio Germán (compilador). La irrupción del paraestado, ensayos sobre la crisis colombiana. Bogotá, CEREC. 1989. Pág. 96.

19 Rainer, Huhle. La violencia paramilitar en Colombia: Historia, estructuras, políticas del Estado e impacto político. Artículo de la revista del CELSA de la Universidad de Varsovia. 2002. Pág. 67.

20 Ministerio de Gobierno. “Paz”. Abril de 1985. Citado por Javier Giraldo M. S.J. “Los modelos de la represión”.