Teniendo en cuenta que durante este periodo el principal protagonista del control y la represión social en Colombia son los grupos paramilitares, es importante realizar un análisis detenido de este fenómeno. Como ya se ha sugerido ante la ineficacia del estado de sitio que otorgaba poderes altamente coercitivos a las Fuerzas Armadas para frenar la subversión y los movimientos sociales, se hace necesario cambiar de estrategia, inclinándose por la acción ilegal de los grupos paramilitares, que además de desempeñar el papel de guardianes del establecimiento y de estar vinculados como fuerza alterna de coacción, utilizan formas de violencia extremadamente represivas, sirviendo en principio a los intereses de las élites regionales, o a proyectos económicos según el caso o la región de la que se trate.

En este sentido el control político basado en el estado de sitio y la legalidad militar se fue desvaneciendo para dar paso a la acción ilegal e irregular de los escuadrones de la muerte, sicarios y paramilitares, cuyo papel central sería detener el poder subversivo de la guerrilla y la movilización popular que ampliaba su radio de actividad y de convocatoria nacional.

Coincidiendo con la idea expresada en el libro “La Irrupción del Paraestado”, “lo propio del caso colombiano, pues, es la combinación necesaria entre un cascarón democrático con fórmulas altamente represivas de control social y político. Antes, directamente a través de las Fuerzas Armadas con un soporte institucional llamado estado de sitio. Ahora, a través del apoyo y encubrimiento de grupos armados que hacen el trabajo del Ejército sin que orgánicamente estén vinculados a él”.1

En 1982 bajo el gobierno de Belisario Betancourt (1982-1986) se inaugura una nueva política para hacer frente a las guerrillas, tratando de desarrollar una iniciativa de paz, que incluía una ley de amnistía para los insurgentes. La propuesta del gobierno produjo la desmovilización de algunos grupos alzados en armas. El principal beneficiario de la amnistía fue la dirigencia del M-19, recién condenada en consejo de guerra, por lo que los militares se opusieron, afirmando que se había frustrado su triunfo militar, y que se había fortalecido la organización guerrillera al concedérsele carácter político. El proceso de paz significó para los militares la limitación de su normal capacidad operativa.

La política de pacificación se estructuró con el nombramiento de una comisión de paz, el anuncio de diálogos con las guerrillas y la creación del Plan Nacional de Rehabilitación, cuyo objetivo era realizar inversiones públicas en las zonas atrasadas donde había presencia de la insurgencia. Las relaciones entre el presidente Betancourt y las Fuerzas Militares presentaron diversos enfrentamientos. Las Fuerzas Armadas habían recibido el total respaldo del gobierno de Turbay Ayala en cuanto a la autonomía militar en el control del orden público, situación que contrastaba evidentemente con la nueva visión pacificadora del presidente Betancourt que implicaba la reducción de las acciones directas de carácter militar. Unido a esto, el gobierno anunció la investigación de las actividades del MAS, en las cuales estaban vinculados varios militares. Tal medida trastocó aún más a la cúpula militar, que se encontraba relegada a un segundo plano en los acuerdos sobre la política de paz con los guerrilleros.

Las Fuerzas Armadas reaccionaron ante las iniciativas de paz con la permanente inclinación por continuar el enfrentamiento militar de la lucha contrainsurgente y convertir como objetivo principal de sus acciones a la población civil, acuñando el término de “auxiliador de la guerrilla” como arma retórica para justificar la eliminación física de activistas sociales o simples pobladores. Es claro que en un principio, lo que vino en llamarse “guerra sucia” constituyó una manifestación de algunos sectores opuestos a la política de paz y apertura de nuevos espacios políticos2. Después de una primera etapa la “guerra sucia” se dirige contra otras víctimas tales como los líderes sindicales y magisteriales, así como a periodistas.

El proceso de paz conlleva a un acelerado crecimiento del protagonismo de las FARC, al reafirmamiento del EPL y del ELN en varias zonas del país y a la consolidación del M-19. Esta situación genera la idea extendida entre ganaderos, terratenientes y militares de que los acuerdos de paz eran desventajosos, puesto que desarticulaban las dinámicas de poder existentes y otorgaban un estatus político a las guerrillas. La mencionada idea se reafirma aún más con el éxito electoral de la Unión Patriótica, organización política cuyos orígenes se habían presentado en el seno de la agrupación guerrillera de las FARC una vez acordada la negociación de paz con el gobierno de Belisario Betancourt.

Debido a esto, las élites regionales rechazan tajantemente la política de paz del gobierno central, impulsando actividades violentas en contra de comunistas, líderes locales, sindicalistas y reformistas sociales. En la perspectiva de potenciales redefiniciones en favor de la guerrilla, de sus aliados y simpatizantes, se presentan graves riesgos para los equilibrios de poder regional, lo cual conlleva a un cambio en las formas de coerción existentes para dar paso a la organización de ejércitos irregulares, que serán apoyados con beneplácito por los defensores violentos del establecimiento3.

Al desacuerdo con la política pacificadora se unían los propietarios agrarios vinculados con el narcotráfico, los cuales retomaron el “modelo” organizativo de los grupos paramilitares dinamizando su consolidación en diferentes regiones del país, utilizando “la represión violenta, ilegal y parainstitucional de los movimientos populares y de las diversas formas de oposición política y protesta social, mediante el recurso de las amenazas, las desapariciones, la tortura, los asesinatos selectivos y las masacres”4.

Las diversas manifestaciones en contra de la pacificación y de la apertura política dan como resultado “tres mecanismos políticos diferentes: polarización entre las élites regionales y los dirigentes del Estado central, y entre esas mismas élites y los grupos locales organizados y que apoyaron las negociaciones de paz; competencia entre el nuevo poder emergente asociado con el narcotráfico y el de los movimientos guerrilleros y su influencia local en movimientos sociales y políticos, y fragmentación dentro de la organización del Estado. El divorcio entre la dirigencia del Estado central y la alta oficialidad del Ejército en relación con las negociaciones de paz facilitó la confluencia subnacional de todos aquellos que se oponían a ese tipo de acercamientos5.

En medio de estas fuertes contradicciones, la violencia paramilitar se fortalece como un mecanismo coercitivo que encuentra en los poderes regionales apoyo económico y en algunas facciones de las Fuerzas Armadas respaldo militar. Muchas de estas estructuras irregulares reivindican los cada vez más numerosos asesinatos y desapariciones, al igual que generalizan las “listas negras” de amenazados a muerte entre dirigentes y militantes de organizaciones gremiales, políticas y humanitarias, religiosas y culturales. Se instala además, el recurso al éxodo bajo el estatus de refugiado político6.

Se estima que para 1983 en pleno desarrollo del proceso de paz, existieron 1.325 detenciones, un número de desapariciones mayor a cien y unos 600 asesinatos con connotación política. La acción represiva paramilitar lleva a cabo casi un 70% de las desapariciones y asesinatos políticos en ese mismo año7.

Desde inicios de la década de los ochenta incursiona un modelo de represión de carácter irregular cuyo rasgo principal es la creación del grupo Muerte A Secuestradores (MAS), cuya denominación fue retomada posteriormente por varias organizaciones paramilitares y utilizada por los servicios de seguridad estatales para encubrir un importante número de asesinatos políticos y desapariciones perpetradas por las fuerzas de seguridad pero que se relacionaron con la acción del MAS. Es así como, “detrás del nombre de un grupo paramilitar no se encuentra, en realidad, una organización de autodefensa. Llana y sencillamente se trata de grupos de las secciones de inteligencia de las Fuerzas Militares o de la Policía Nacional, que operan de manera clandestina y que llevan a cabo misiones criminales. No se trata de actividades realizadas por fuera del conocimiento de los jefes y comandantes de esas unidades, e incluso de altos mandos nacionales. Se trata de actos ejecutados acorde a un plan de misión y a una orden superior dada. Son lo que se conoce en lenguaje castrense como “operaciones encubiertas”. El uso de una sigla paramilitar, muchas veces inventada para el efecto, asegura enmascarar la verdadera autoría del crimen, desviar las pistas, guarnecer la clandestinidad de los ejecutores y mantener a salvo la responsabilidad de las instancias de inteligencia del Ejército y de la Policía. Pero además, este tipo de operaciones encubiertas permite obtener un mayor nivel de terror con el acto represivo”.8

Rasgo esencial del funcionamiento paramilitar en este segundo modelo represivo es la libertad de acción de estos grupos en las zonas más militarizadas del país. Había paramilitares organizados con el nombre de MAS en menos ocho de los treinta y dos departamentos colombianos, incluidos Antioquia, Boyacá, Caquetá, Córdoba, Cundinamarca, Meta, Putumayo, y Santander.9

El paramilitarismo se ve auspiciado por numerosas disposiciones legales que desde el año 1982 a 1987 autorizaban a discreción la entrega de armas de uso privativo a los civiles por razones de seguridad nacional. Entre el armamento que utilizaban había rifles R-15, AKMs, Galils, FALs, y rifles G-3 todos ellos prohibidos para el uso civil. Obtenían las armas y la munición de ventas privadas, así como del ejército y de la Industria Militar (INDUMIL), la fábrica de armas controlada por los militares y la única entidad con autorización para producir, almacenar, y distribuir armas de fuego en Colombia.10 Por lo demás, los militares habían desarrollado disposiciones internas que reglamentaban la actividad de dichas agrupaciones de civiles armados, entre las que está la 005 del 9 de abril de 1969.

Sobre la base de estas disposiciones y leyes, que aparentemente les darían legalidad, los grupos paramilitares son defendidos, tanto por algunos sectores políticos como por funcionarios del gobierno, que negaron, desde siempre y al unísono las acusaciones sobre la vinculación de los miembros de las Fuerzas Armadas con estas organizaciones. En este sentido, no pueden dejar de señalarse las similitudes en el lenguaje entre los discursos de las Fuerzas Armadas y los defensores del paramilitarismo con el de sus propias campañas de intimidación.11

La expresión más latente de la violencia paramilitar durante este periodo en la zona objeto de este informe es el caso de Puerto Boyacá, que se convirtió en la década de los ochenta en la experiencia piloto que se extendió paulatinamente a otras zonas del territorio nacional. Dos circunstancias importantes permiten la puesta en marcha del dispositivo paramilitar en esta región a partir de 1982: De un lado, las acciones militares desarrolladas por el Batallón de Infantería Bárbula N° 3, las cuales fueron reforzadas con la creación de la XIV brigada en Puerto Berrío en 1983, que estuvieron encaminadas hacia la lucha antisubversiva bajo los principios básicos de la Seguridad Nacional. De otra parte, la consolidación de agrupaciones guerrilleras como las FARC y la existencia de organizaciones de izquierda en la región, que apoyaban la movilización popular, y que fueron enfrentadas mediante la conformación de grupos paramilitares financiados por los jefes políticos y económicos de Puerto Boyacá. Como lo muestran Medina y Tellez, “el paramilitarismo de Puerto Boyacá se convirtió poco a poco en una empresa de gran envergadura. Pronto cambio el nombre de MAS por el de Autodefensas y se constituyó como red de grupos de civiles armados, coordinados y entrenados por el Ejército, en frenética acción de exterminio de comunistas12.

En 1982, el alcalde militar de Puerto Boyacá, el Capitán Oscar de Jesús Echandía, convocó una reunión con residentes locales, que incluían a líderes locales de los Partidos Liberal y Conservador, empresarios, ganaderos, y representantes de la Texas Petroleum Company. Decidieron que su objetivo iba más allá de proteger a la población de las demandas guerrilleras, querían “limpiar” la región de subversivos. Con este fin, acordaron reunir armas, uniformes, alimentos, y un fondo para pagar a jóvenes para que lucharan. Los empresarios y ganaderos aportaron el dinero, mientras que el ejército ofreció su apoyo táctico. Esencialmente, el ejército autorizó y alentó activamente a civiles para que persiguieran y asesinaran a supuestos guerrilleros. Antes de concluir la reunión eligieron un nombre para su nuevo grupo: MAS. Este es el mismo nombre que utilizaron los narcotraficantes.13

El objetivo original era limpiar el área de guerrilleros y pronto se amplió incorporando a cualquiera opuesto al MAS. Lo anterior cobija a un miembro del consejo de Puerto Boyacá, un activista político, y un médico; todos ellos eran miembros del ala progresista del Partido Liberal, todos fueron asesinados. 14 En 1983, el MAS estaba participando en operaciones conjuntas con el ejército. En aquella época, campesinos locales informaron sobre numerosos casos en los que tropas acompañadas por miembros de MAS llevaron a cabo ejecuciones extrajudiciales y destruyeron fincas.15

En 1984 los grupos paramilitares inician una política de legalización y reconocimiento de sus acciones contrainsurgentes y anticomunistas, creando la Asociación Campesina de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio ACDEGAM, como un proyecto político, social, económico y militar de amplio alcance, proclamando a Puerto Boyacá como la zona antisubversiva de Colombia. Para 1985, la ACDEGAM contaba con poderosos miembros entre los que se encontraban narcotraficantes que habían comprado tierras en el Magdalena Medio; el apoyo financiero de estos capos mejoró drásticamente la cantidad y calidad del armamento del grupo, la capacidad de reunir información de inteligencia, y la variedad de sus acciones.16

Las actividades militares de ACDEGAM se centraron especialmente en disminuir las bases de apoyo del PCC y en eliminar cualquier indicio de subversión, para lo cual esta organización “se dotó de escuelas de capacitación militar que contaron con un equipo de instructores propios, algunos de ellos, militares retirados y desertores de la guerrilla, en 1987 y 1988, la ACDEGAM llegó a patrocinar centros de entrenamiento con instructores extranjeros venidos de Israel y Gran Bretaña.” De esta manera, los grupos paramilitares encubiertos en ACDEGAM establecieron sobre la población una intensa actividad represiva. 17

La presencia paulatina del narcotráfico en la región condujo a un cambio en las relaciones de las agrupaciones paramilitares con la población: además de combatir la subversión, inició actividades de vigilancia y protección de la industria del narcotráfico. La acción militar de los paramilitares se dirigió en contra de grupos y partidos políticos tanto del bipartidismo como de izquierda, funcionarios públicos, periodistas, representantes sindicales y activistas sociales. Las modalidades criminales que se utilizaron fueron la masacre colectiva y el magnicidio con el fin de acentuar el nuevo orden que surgía de la dominación paramilitar.

Las FF.AA de ninguna forma son ajenas a las acciones de los grupos paramilitares, tanto orgánica como estructuralmente, se encuentran involucradas en acciones criminales en contra de la población civil, tal como lo devela el informe de la Procuraduría General de la Nación de febrero de 1983, que logró establecer que de 163 miembros del grupo MAS, 59 eran a la vez miembros de las Fuerzas Armadas en servicio activo, aunque la solidaridad de cuerpo con que los militares respondieron a las acusación de colaboración y complicidad con los paramilitares, intimidó a quienes quisieron esclarecer esta situación, permitiendo “la impunidad de la casi totalidad de tales crímenes y la sistemática oposición y obstaculización por parte de las FF.AA. a que se adelanten investigaciones en tales materias. Los tribunales castrenses no condenan nunca a los militares comprometidos en tales prácticas, por el contrario son ascendidos y condecorados.18

La toma del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985, parece configurar una inflexión o hito por el cual tiende a agravarse la represión paraestatal, la cual vuelve a agudizarse luego del fracaso del proceso de paz en 1987, golpeando particularmente a defensores de derechos humanos19. Estos hechos demostraron las debilidades del Ejecutivo para llevar a cabo las iniciativas de negociación, pretendiendo adelantar una política de acercamiento con las guerrillas al margen de las Fuerzas Armadas. La fragmentación estructural del Estado, incapaz de hacer viable una lógica única de acción a nivel nacional, determinó el enfrentamiento entre las políticas del poder central, implementadas desde el Estado y una política particular, impulsada desde las regiones por los poderes locales, consolidándose el recurso a estrategias parainstitucionales bajo la dirección militar de las Fuerzas Armadas. En 1985 fracasa la tregua con el M-19 y con el EPL y el Ejército inicia la persecución de los miembros de estas agrupaciones combinando la lucha frontal y el control militar de las movilizaciones populares.

El Procurador General de la Nación describió así la estrategia de contrainsurgencia en su informe de 1992:

Los organismos de seguridad y defensa del Estado están entrenados para perseguir a un enemigo colectivo y por lo general consideran que las víctimas forman parte de él. En buena parte de los casos actúan bajo la premisa que hizo carrera en la guerra en El Salvador de «quitarle agua al pez», lo que significa que se establece una relación directa entre, por ejemplo, los movimientos sindicales o de reivindicación campesina, con los efectivos de la subversión, y cuando se llevan a cabo acciones contraguerrilleras estos sujetos pasivos no son identificados como víctimas «independientes» sino como parte del enemigo. En efecto, los organismos de seguridad y defensa del Estado agreden los derechos humanos de sujetos pasivos independientes porque cometen el error de considerarlos o enemigos o aliados del enemigo.”20

1 Palacio, Germán y Rojas, Fernando. Empresarios de la cocaína, parainstitucionalidad y flexibilidad del régimen político colombiano. Narcotráfico y contrainsurgencia en Colombia. En Palacio Germán (compilador). La irrupción del paraestado, ensayos sobre la crisis colombiana. Bogotá, CEREC. 1989.. p. 86.

2 La idea de que la guerra sucia es de naturaleza privada es una generalización que oculta los vínculos de las autoridades militares con el accionar paramilitar y su participación. Un vínculo demostrado ya en los informes confidenciales del DAS.

3 Romero, Mauricio. Paramilitares y autodefensas 1982-2003. Bogotá: Editorial Planeta. 2003

4 Ibid. p. 110.

5 Romero, Mauricio. Op cit. p. 19.

6 Ibid.

7 Ibid. p. 116.

8 NCOS y otros. Op. cit., p. 92.

9 “Organización de sicarios y narcotraficantes en el Magdalena Medio,” un informe de inteligencia, 21 de julio de 1988

10 “Organización de sicarios y narcotraficantes en el Magdalena Medio,” un informe de inteligencia, 21 de julio de 1988

11 Giraldo, Javier M. S.J. Op. cit., “Los modelos de la represión”.

12 Comisión intercongregacional de justicia y paz. Op. cit., p. 13.

13 Medina y Téllez, La violencia parainstitucional en Colombia, págs. 88-89

14 Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), informe sobre las confesiones del Mayor (ret.) Oscar de Jesús Echandía Sánchez, aproximadamente 1989

15 Medina, Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia, págs. 178-182

16 Medina, Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia, págs. 366-382

17 Medina y Téllez . Op.Cit. Ibid. p. 97.

18 Giraldo, Javier M. S.J. Op. cit., “Los modelos de la represión” y Uprimny, Rodrigo y Vargas, Castaño Alfredo. Op., cit. p 131.

19 Ibid. p. 118.

20 Informe de la Procuraduría General de la Nación Noviembre de 1992