Mecanismos de Impunidad
MECANISMOS DE IMPUNIDAD DURANTE EL PROCESO JUDICIAL
La mayoría de los casos no llegaron siquiera a la fase de investigación por falta de denuncia, lo que obedecía al temor que sentían las víctimas o sus familiares de acusar a los responsables, o por la imposibilidad de individualizarlos, o por la ausencia de tipificación del delito. La falta de denuncia fue entonces el principal mecanismo de impunidad al evitar que el aparato judicial iniciara los procesos que llevarían a un eventual castigo a los culpables. Sin embargo, cuando la denuncia se presentaba o se adelantaba la investigación de oficio (sin necesidad de denuncia) se activaban otra serie de mecanismos que articulados propiciaban la impunidad de casi la totalidad de los casos.
En particular se utilizaron las causales de justificación que exoneraban al responsable al alegar el cumplimiento de un deber legal, o de una orden legítima de autoridad competente. También jugaron a su favor el cumplimiento de términos que implicaba la prescripción de la acción legal y así la imposibilidad de investigar la conducta criminal
1. ARCHIVO DE LAS INVESTIGACIONES POR FALTA DE PRUEBAS
Siguiendo la regla general del derecho que establece que “no existe sentencia judicial sin prueba” los funcionarios judiciales o de los órganos de control absuelven a los responsables en razón de no contar con el material probatorio suficiente para proseguir con la actuación respectiva, o proferir un fallo definitivo. A esta figura procesal se le conoce como falta de mérito probatorio y fue invocada dentro de las pocas investigaciones y juicios adelantados por crímenes de Lesa Humanidad como excusa para no perseguir a los responsables.
La ausencia de pruebas no era casualidad, se trataba de una manifestación propia de los crímenes de Lesa Humanidad, cuyos responsables –agentes estatales o paraestatales- contaban con la influencia necesaria para ocultar las pruebas de los delitos o evitar que estas sean recaudadas por los organismos de investigación. Entre los principales mecanismos utilizados para lograr un pobre material probatorio o la imposibilidad de acceder al mismo, tenemos:
a) Entorpecimiento a la práctica de pruebas técnicas: Comportamiento adoptado por los organismos de seguridad estatales para dilatar y hacer fracasar diligencias judiciales o de los organismos de control con ánimo de que se evalúe el proceso sin el suficiente fundamento probatorio. Entre estas prácticas se encuentra la utilizada por unidades militares que se negaban a responder las solicitud de los órganos de investigación, aduciendo que los encargados de responder no se encontraban en los batallones, estaban de vacaciones o que no tienen jurisdicción sobre la zona en la que ocurrieron los hechos. Estas argucias llevaban a los órganos de investigación a afirmar por ejemplo que “no se ha demostrado la presencia de militares en el lugar de los hechos”.
b) Falta de prueba sobre la participación de un funcionario público: Para esto se utilizaba el ocultamiento de su identidad o fisonomía mediante el uso de capuchas el uso de vehículos particulares sin distintivos oficiales y la utilización de seudónimos falsos para evitar la identificación del organismos de seguridad responsables.
c) Establecimiento de períodos de recuperación para los torturados y/o recurrencia a formas de tortura sicológicas o que no dejan huellas visibles.
d) Falta de ampliación de la queja por temor a ser agredido de nuevo y amenazas o asesinato de los testigos de los crímenes. Lo que se relaciona con el control de las autoridades militares sobre algunas zonas, coadyuvado por la presencia paramilitar.
Son muchos los casos de asesinato de testigos, como ejemplo podemos recordar el asesinato del campesino BLAS ANTONIO BARON PINILLA quien era uno de los testigos en el proceso que se sigue por la masacre de funcionarios judiciales en la Inspección Departamental de La Rochela, municipio de Simacota (Santander)21. Blas fue sacado de su casa y fusilado el 9 de marzo de 1989 por un grupo de 7 sujetos armados con fusiles R-15
También en el caso del asesinato de MANUEL GUSTAVO CHACÓN SARMIENTO, sindicalista perteneciente a la Unión Sindical Obrera USO, se incurrió en la práctica de acallar a los testigos por medio de la amenaza y del asesinato22. El principal testigo, RINCÓN MOGOLLÓN, quien manifestó ante el Procurador Regional de Barranca, que había reconocido al suboficial Pablo Francisco Pérez Cabrera de la Armada Nacional como uno de los asesinos, fue asesinado en Bogotá, a pesar de ser beneficiario del programa de protección de testigos, o quizás, debido a esto.
En el caso del profesor y miembro del Sindicato de Educadores de Santander (SES), GUILLERMO PASSOS LASCARRO, quien fue asesinado por dos individuos vestidos de civil en el perímetro urbano del municipio de Puerto Wilches, el 18 de julio de 1989, se observa que los testigos fueron seguidos, fotografiados y sus teléfonos interceptados logrando que nadie declarara sobre el asesinato, ni siquiera un familiar de la víctima.
2. DUDA A FAVOR DEL INVESTIGADO
La falta de pruebas llevaba casi siempre a la aplicación de la máxima “In dubio pro reo” (o en el campo disciplinario In dubio pro disciplinado), que antes de ser concebida como una herramienta garantista frente a la potestad punitiva del estado, se convirtió en un instrumento legal de favorecimiento de la impunidad y de absolución de agentes estatales responsables de CLH.
Se observa también que la aplicación del in dubio pro reo fue más allá de la falta de pruebas, en varias ocasiones, estando las pruebas en el proceso, las mismas se menospreciaban, por ejemplo, arguyendo su falta de respaldo en otros medios probatorios o inconsistencias en su práctica o comprensión. Principalmente se descalificaban los testimonios de las víctimas y se planteaba la incongruencia de las pruebas en el proceso, dando siempre mayor validez a los descargos realizados por los miembros de la fuerza pública.
Tratándose de la descalificación de los testimonios de las víctimas, tildar de exagerada su denuncia o minarla por no encontrarla respaldada en pruebas de otro tipo, fueron las consideraciones más comunes a la hora de evaluar sus afirmaciones por parte de los órganos disciplinarios. Especialmente en los casos relacionados con torturas, cualquier contradicción del declarante se tomaba de plano para desvirtuar lo denunciado mientras se reforzaban otras pruebas que no guardaban relación.
El argumento de incongruencia de las pruebas, que deviene en absolución al aplicar la duda a favor del investigado lo encontramos en un famoso caso de promoción del paramilitarismo y encubrimiento de una masacre en el Sur del Cesar. El Procurador General, Jaime Bernal Cuellar, revocó el fallo que ordenaba la destitución del Mayor Jorge Alberto Lázaro Vergel por su participación por omisión de sus deberes en la masacre de Puerto Patiño, jurisdicción de Aguachica (Cesar), ocurrida el 15 de enero de 1995. El procurador aplicó en este caso la duda a favor del investigado al considerar que existía incongruencia en las pruebas. A esto llegó después de poner en duda el testimonio rendido por el Capitán de la Policía del Distrito de Aguachica, Fabián Ríos Cortés, quien afirmó que el Mayor Lázaro Vergel simpatizaba con los grupos paramilitares. El procurador restó credibilidad al testimonio al considerar que nunca se afirmó un conocimiento directo del proceder del Oficial con los paramilitares, que se carece de quejas por parte de los pobladores y que un Detective del DAS de la zona, afirmó no haber escuchado comentarios por parte de Vergel sobre las simpatías hacia el paramilitarismo.
Cabe anotar que la Procuraduría olvidó por completo el informe de inteligencia realizado por la policía frente a la existencia de paramilitares en el Sur del Cesar, donde se especificaba quiénes eran sus patrocinadores e instructores, y se hacía énfasis en la permisión por parte de los cuerpos castrenses de la zona, incluida la Base Morrison de la que era comandante el Mayor Lázaro Vergel. De acuerdo al informe, la promoción y apoyo de los militares a dichas estructuras, permiten inferir responsabilidad de miembros el ejército en la masacre, en especial del Oficial Lázaro Vergel. El procurador omitió la reproducción integra de las declaraciones del Capitán Ríos, en las que resultaba claramente evidenciado el compromiso de Lázaro Vergel con los paramilitares por las constantes afirmaciones de simpatía e incluso participación directa en su organización.
Esta clase de decisiones nos demuestran como un principio universalmente reconocido, el in dubio pro reo, por la desdeñada interpretación que se hace de su aplicación, paulatinamente pasa de ser garantía fundamental a mecanismo de impunidad. Basta simplemente inadvertir pruebas en el proceso, o contradecirlas amañadamente para concluir de plano la existencia de una duda impune que esconde la verdad histórica de la responsabilidad estatal en la comisión de CLH.
3. PENAS IRRISORIAS
La justicia penal ordinaria y la penal militar casi nunca llegaron a imponer penas privativas de la libertad, quedando sólo la posibilidad de adelantar un proceso disciplinario, los cuales, cuando prosperaban terminaban imponiendo sanciones que no se compadecían con la magnitud de los crímenes cometidos.
Esta situación se presentó porque la normatividad disciplinaria de la fuerza pública busca principalmente proteger el honor y la disciplina, estableciendo la destitución, máxima sanción dispuesta, frente a las faltas que atentan contra estos dos valores fundamentales; pero a la hora de sancionar las conductas que vulneran derechos fundamentales o que constituyen crímenes de Lesa Humanidad, las sanciones son exiguas.
Una muestra de lo anterior son los decretos 085 de 1989, reglamento disciplinario para las Fuerzas Militares, anterior a la Ley 813 de 2003 que lo derogó; y el decreto 2584 de 1993, reglamento disciplinario para los miembros de la Policía Nacional que se encuentra vigente en la actualidad. El primero por ejemplo trae como faltas que constituyen mala conducta ejecutar actos contra la moral y las buenas costumbres dentro de cualquier establecimiento militar (Art. 142 ordinal b), o el abuso con frecuencia de bebidas embriagantes (Art. 142 ordinal d). En la misma medida el segundo (decreto 2584 de 1993), aunque no hace distinción de las causales de mala conducta, en la descripción de faltas relaciona también comportamientos que atentan contra el honor o la disciplina como tratar a los superiores, subalternos y compañeros o al público en forma descortés e impropia empleando vocabulario soez (Art. 39 numeral 1º), o ejecutar con negligencia o tardanza las ordenes o actividades relacionadas con el servicio (Art. 39, numeral 15, ordinal c). Pero en ninguno de los dos estatutos a lo largo de su normatividad, establecen como comportamientos sancionables con destitución la tortura o el asesinato, por lo que ante estas conductas lo único que opera es una reprensión.
Con base en las disposiciones legales, los entes disciplinarios, en especial el Despacho del Procurador General de la Nación, al momento de investigar en el campo disciplinario a militares o policías que participaron en crímenes de Lesa Humanidad, dan paso a las irrisorias y peripatéticas sanciones que se establecen en los reglamentos de la fuerza pública en el evento de encontrarlos responsables.
Cabe resaltar el esfuerzo realizado por la Procuraduría Delegada de los Derechos Humanos, cuando era Procurador de esta dependencia Jesús Orlando Gómez López, que intentó fundar una doctrina donde se da prevalencia al contenido de los tratados internacionales sobre derechos humanos suscritos por Colombia frente a la legislación interna. Argumentando que no se puede aducir una falta de tipificación en materia disciplinaria de la tortura, el genocidio o la desaparición forzada. Por consiguiente, al ser comportamientos que atentan contra el género humano, rotundamente vedados y proscritos tanto nacional como internacionalmente, y llevar insito un carácter de extrema gravedad que supera los estándares de cualquier comportamiento considerado causal de mala conducta, en respeto del principio de proporcionalidad establecido en la Constitución, la sanción a imponer a los miembros de la fuerza pública hallados responsables debe ser la destitución.
Con todo, primaron las sanciones irrisibles gracias al principio de legalidad que fue aplicado por los procuradores apegados a la literalidad del derecho, a su carácter irreflexivo y al celo por las formalidades legales. Así se dio cumplimiento formal al objetivo de regulación de la convivencia social postulado por el derecho, pero se sacrificó la verdadera justicia material, minimizando el daño que ocasionan los CLH, y aprobando indirectamente los actos de los agentes estatales al dar la posibilidad de que los repitan.
Por la desaparición, tortura y asesinato de Gerardo Lievano García; y la detención y torturas infligidas a seis personas mas por miembros del Grupo de Caballería Mecanizado No. 5”General Hermógenes Maza”, la Delegada Para los Derechos Humanos, bajo los criterios expuestos de tipicidad de los CLH como faltas disciplinarias para los miembros de la fuerza pública y de proporcionalidad de la sanción, dispone la destitución de los Capitanes William Roberto del Valle y Cesar Alonso Maldonado Vidales. Pero en la resolución del recurso de apelación, la Procuraduría General de la Nación modificó las sanciones de los mencionados imponiéndoles únicamente Reprensión Severa. Al respecto, sostuvo esta instancia que si bien el conjunto de irregularidades disciplinarias frente a las cuales existe certeza de su comisión por los investigados, amerita la imposición de una sanción disciplinaria más drástica en razón de su gravedad en la medida que comportan graves hechos violatorios de derechos humanos considerados como CLH; en pro del derecho no era de recibo la destitución por aplicarse a miembros del ejército normas que no los cobijan, pues se violaba el principio constitucional de legalidad de la sanción, lo cual hace imperativo acudir a sus estatutos especiales. Por consiguiente, como el régimen disciplinario de las Fuerzas Militares (decreto 085 de 1989) trae la destitución para faltas constitutivas de mala conducta o contra el honor militar, y el caso en mención no se adecua a esta normatividad debido a que los actos configurativos de CLH no tienen cabida en esos dos escenarios, para el Despacho del Procurador el correctivo procedente era el de Reprensión Severa.
La imposición de panas mínimas está relacionado con la aplicación del principio de favorabilidad que según el artículo 29 de la Constitución estipula que en materia penal la ley permisiva o favorable, aun cuando sea posterior, se aplicara de preferencia a la restrictiva o desfavorable. Esta prerrogativa propia de un derecho penal liberal, democrático y garante de los derechos fundamentales de las personas, al ser componente esencial del debido proceso, busca guardar y respetar la dignidad de la persona procesada. En el campo disciplinario, incluyendo los regímenes propios de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional se aplica también el principio de favorabilidad lo que ha servido para que con le paso del tiempo se sanciones leyes donde se excluyen conductas o se sancionan suavemente y deben aplicarse por ser más favorables, desconociendo la proporcionalidad entre la falta y el castigo y los tratados internacionales frente a la comisión de crímenes de lesa Humanidad.
El 25 de agosto de 1992, en la Finca Monterrey, ubicada en zona rural de Puerto Parra (Santander), cuyos propietarios eran Jorge Iván y Jairo Galvis Brochero, reconocidos paramilitares del Magdalena Medio, se encontraron en fosas comunes los cadáveres de cuatro personas de la extinta Red de la Armada No. 7, con signos de tortura, y totalmente descuartizados, mutilados y separados los troncos, y las cabezas de sus miembros. Sus nombres correspondían a Diego Luis Cataño, Diego Alexander López, José Alirio Ulloa y Miltón Martínez. En el crimen estuvieron relacionados miembros de la Policía de Puerto Parra, militares de la XIV Brigada y el Director de la Red No. 7 Rodrigo Quiñónez Cárdenas.
A pesar de la atrocidad de los tratos a que fueron sometidos los sicarios de la Red, ser desaparecidos por espacio de 25 días hasta el hallazgo de sus cuerpos, y estar demostrado en el proceso disciplinario la plena participación de algunos de los responsables, específicamente de los miembros de la Policía de Puerto Parra y un Oficial de la XVI Brigada; la Procuraduría Delegada Para los Derechos Humanos no tuvo otro remedio que, muy a su pesar, imponerles a los investigados la suspensión del ejercicio del cargo por el término de 90 días en vez de la destitución, pues la ley 200 de 1995 no comprendía dentro de las faltas merecedoras de la máxima sanción la tortura ni el homicidio, y por aplicación del principio de favorabilidad, el correctivo disciplinario procedente era la suspensión. Al respecto se pronunció la Delegada en los siguientes términos:
Nos corresponde aquí antes de determinar el anterior aspecto [aplicación retroactiva de la ley más favorable] consignar el criterio de la Delegada acerca de la urgente necesidad de modificar el Código Disciplinario Único, porque se está prestando en el fondo situaciones inequitativas que dejan un sabor a falta de verdaderas sanciones. En efecto, el art. 25 de la Ley 200 de 1995 define en forma taxativa las faltas gravísimas, que son las únicas según el art. 32 ibidem, que pueden ser sancionadas con destitución o desvinculación del cargo. Resulta por lo menos un contrasentido y una falta de sindéresis legislativa que se considere como falta gravísima obstaculizar las investigaciones que adelante la Procuraduría (…) y no se considere como falta gravísima, el homicidio, la tortura o la desaparición de mecanismos probatorios o elementos incautados. La vida máximo y supremo derecho en un Estado Democrático, ocupa en el Código Disciplinario Único, una ubicación subalterna y secundaria pues ni siquiera el homicidio múltiple, la masacre aparece enunciada en la lista de faltas gravísimas.
Todo lo anterior reclama frente al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y a los postulados de los artículos 11 y siguientes de nuestra Constitución política, la urgente modificación al Estatuto Disciplinario vigente, pues al no dudarlo viola la propia Constitución, por desatender el valor supremo, que a la vida, a la dignidad de la persona le otorga la Carta Política y los Convenios sobre Derechos Humanos.
Frente al correctivo impuesto, agrego el cuerpo disciplinario: (…) No sobra consignar que se trató de varias víctimas, cuatro en total, de varios hechos disciplinarios, que se afectaron bienes jurídicos como la libertad, la autonomía, la integridad, la vida, el trato digno que merece la persona, se ocultaron pruebas, se mantuvo a los parientes de las víctimas y las autoridades, en incertidumbre acerca de la suerte de los desaparecidos, lo que constituye fundamento para aplicar el máximo de la sanción23.
Pero las buenas intenciones de la Delegada Para los Derechos Humanos no son el fundamento legal para fallar. Desafortunadamente, la cándida política sancionatoria en materia disciplinaria frente a las violaciones de Derechos Humanos y CLH establecida por el Estado colombiano, es el obstáculo insalvable a la realización efectiva de interpretaciones consecuentes con el carácter especial y enérgico que debe haber en el castigo de estas conductas. Se ve entonces una implantación efectiva de la impunidad desde la esfera legislativa, correspondiente a la práctica de encubrimiento estatal de la responsabilidad de sus agentes, que se apoyan sin consideración en figuras legales pensadas, en un principio, de salvaguarda a las arbitrariedades del Estado; pero por transformaciones diestras de las normatividad existente, como el principio de favorabilidad, se convirtieron en herramientas de sombra y enmascaramiento de los rostros de la represión estatal.
4. MOROSIDAD Y NEGLIGENCIA DE LOS ENTES JUDICIALES
El derecho establece procedimientos judiciales que en el papel se presentan como eficaces y eficientes, pero la realidad demuestra todo lo contrario. Los términos de los respectivos procesos se dilatan para que con el paso del tiempo las respectivas actuaciones se oculten, o no se puedan proseguir. Así, la lentitud de nuestro aparato judicial se usa como arma de impunidad, favoreciéndose a los responsables de CLH al no investigarlos con prontitud y celeridad y terminando por decretar la prescripción de los procesos.
Formalmente la prescripción es la perdida de la capacidad del Estado de perseguir y sancionar conductas punibles por el paso del tiempo. En el ordenamiento penal, el término de prescripción se maneja respecto del máximo de pena descrita o de la condena dispuesta pero se plantea que el tiempo transcurrido no puede ser menor de cinco años no mayor de 20 y que en el caso de genocidios, torturas, desaparición forzada o desplazamiento el término será de 30 años.
En el campo disciplinario se cuentan para la prescripción cinco años a partir del momento en que se cometió la falta disciplinaria sin importar su clase, por esto es en el derecho disciplinario donde más se presenta esta figura, mas aún cuando ningún acto de la Procuraduría la interrumpe, como sí sucede en el campo penal actualmente, donde la acusación proferida por la Fiscalía hace que se vuelvan a contar de nuevo los términos.
En resumen la disgregación del proceso, su retardación, la maraña de formalismos, la negligencia administrativa, entre otros factores, se constituyen en elementos que paulatinamente empantanan las investigaciones y provocan que se archiven por prescripción.
De la misma forma, la declaración de caducidad de los procesos, fue otro mecanismo de impunidad utilizado, la cual opera cuando se presenta la denuncia pasado cierto tiempo que es contemplado en la ley como determinante de la caducidad de la acción, es decir que se pierde el derecho de denunciar. Los jueces, desconociendo las situación fáctica de terror a que eran sometidas las víctimas o sus familiares que eran amenazados de muerte si llegaban a denunciar los crímenes cometidos, y desconociendo el tratamiento especial que debía darse a los crímenes de lesa humanidad, declaraban la caducidad de los procesos impidiendo así el castigo de los culpables.
Al igual que con la falta de pruebas, la prescripción y la caducidad son el resultado de la articulación de varios mecanismos de impunidad de hecho, entre ellas encontramos:
1) Entorpecimiento de la práctica de pruebas por parte de las autoridades civiles y militares para dilatar el período probatorio.
2) Sobrecarga del proceso en pruebas testimoniales, debiéndose hacer varias citaciones para recibir la declaración sin que se tomen en cuenta circunstancias que dificultan su práctica como el traslado de guarnición de los implicados, o la situación de orden público y peligro de la integridad personal de los potenciales testigos que nunca comparecen.
3) Depender del traslado de pruebas desde la jurisdicción penal para ser conocidas por el proceso disciplinario, sin importar el tiempo que tome.
4) Morosidad en el desarrollo de las investigaciones, sea por peligrosidad de las mismas, o por la desatención de los funcionarios comisionados.
5) Negativa de adelantar las investigaciones, alegando falta de competencia frente a los hechos.
6) Demora en las notificaciones de las providencias de la Procuraduría a los militares o policías investigados debido a su traslado a regiones distantes de donde se cometió la falta.
5. TERGIVERSACIÓN DE LA REALIDAD
La absoluta credibilidad otorgada a las versiones oficiales cuando se investigan crímenes de Lesa humanidad ha permitido que se enmascare la realidad. En particular el ejército y otros organismos de seguridad del Estado suelen justificar los comportamientos criminales alegando que reaccionaron ante un ataque de la subversión o asumiendo que la víctima pertenecía a grupos subversivos. Los funcionarios judiciales consolidando este mecanismo de impunidad hacen caso omiso de importante material probatorio para dar prioridad a las versiones oficiales.
El 29 de mayo de 1988, en la vereda Llana Caliente, jurisdicción del municipio de San Vicente del Chucurí (Santander), mas de 51 campesinos fueron asesinados y otros 58 heridos por 240 efectivos del Batallón de Infantería No. 40 “Luciano D’ Elhuyar” al mando del Teniente Coronel Rogelio Correa Campos. Esta masacre fue el cruento desenlace de la represión y hostigamiento con que se venía tratando las marchas campesinas que recorrieron el nororiente colombiano.. Luego de ese trágico día, el Gobierno Nacional a través de comunicados e intervenciones de sus miembros, en especial del Ministro de Gobierno Cesar Gaviria Trujillo, diría de manera acomodada que los sucesos de Llana Caliente eran el resultado de enfrentamientos del ejército con miembros de las “guerrillas” infiltradas en las marchas. De igual manera se pronunciaban los distintos estamentos militares. En ambas partes se olvidaban deliberadamente los mas de 40.000 proyectiles de arma de fuego disparados por los uniformados hacia la inerme masa campesina.
Fuera del falaz cubrimiento periodístico donde se tomaba de plano la versión gubernamental y de las Fuerzas Militares de los supuestos enfrentamientos con miembros de la subversión que desencadenaron la masacre, en la investigación disciplinaria adelantada por la Procuraduría Delegada para las Fuerzas Militares, sin tomar en cuenta las innumerables irregularidades que campearon en su desarrollo, asumió las afirmaciones tergiversadas del ejecutivo, aduciendo que no había claridad alguna sobre la autoría o responsabilidad individual de la masacre, pues “no estaba plenamente probado que la tropa hubiese sido la autora de los disparos contra los campesinos”, adicionando que “existía la duda si entre los marchistas había gente armada o no”. La única falta disciplinaria que encontró probada la procuraduría fue que un paramilitar, el Comandante Camilo, escolta del Oficial Correa estaba armado, pero al haber fallecido este (gracias a los disparos hechos por el Comandante Camilo), consideraba que no era posible continuar la investigación y decidió archivarla.
También en la investigación disciplinaria llevada a cabo por la Procuraduría Delegada para la Defensa de los Derechos Humanos, por la detención y torturas infligidas al presidente de la ANUC de San Vicente de Chucurí (Santander) Gabriel Flórez Oviedo, siendo responsables miembros del Batallón “Luciano D’ Elhuyar en hechos ocurridos el 9 de septiembre de 1990 en zona rural del municipio mencionado, exactamente en el sitio “La Lajita”.24 Se desconoció la denuncia realizada por una reconocida ONG colombiana y la declaración de la víctima, que para el Procurador Provincial de Barrancabermeja carecían de credibilidad por haber sido rendidas dos años después del hecho. Sin mayor problema dijo el procurador: “hay que darle credibilidad al oficio suscrito por el Comandante del Batallón Luciano D’ Elhuyar”, debido a su autenticidad. Por tanto no encontró a su parecer la Provincial pruebas que llevaran a inferir participación de funcionarios públicos, decidiendo el archivo de las diligencias.
La utilización de argucias y engaños que se presentan como causales de justificación sirvieron también para eximir de responsabilidad a los responsables de crímenes de Lesa humanidad. El recurso más usado por el ejército ha sido el de aseverar que se trata de “guerrilleros muertos en combate”, expresión simple pero bastante eficaz a la hora de encubrir las ejecuciones extrajudiciales. Sostener que la víctima de una ejecución extrajudicial es un guerrillero muerto en combate, implica que se reaccionó contra una injusta agresión, es decir que existe legítima defensa. Para configurar este mecanismo se viste a la víctima con prendas militares, o se altera la escena del crimen colocando armas de fuego alrededor, o se simulan ataques armados, ardides que son asumidos por la justicia sin mayor reparo a pesar de lo absurdos que puedan ser los montajes.
Así relató el campesino RITO MARIO PINZON RUEDA, las torturas a que fue sometido cuando lo detuvieron miembros de una patrulla del Ejército comandada por el teniente Ramírez, en acción conjunta con algunos paramilitares del grupo MAS, en abril de 1982 en la Inspección de Policía El Guamo, municipio de Simacota (Santander) “enseguida me colgaron y me golpearon preguntándome unas cosas de las yo no era sabedor, diciéndome que yo era un guerrillero….Me quitaron la ropa y me pusieron un vestido camuflado de ellos mismos. Mandaron a otro paramilitar, llamado Silvio, a que me tomara unas fotos. Después me obligaron a que me cargara una maleta de ellos mismos y me llevaron con un nylon como el que lleva a un animal…..Como a las 5 de la tarde del otro día, viendo que ya me iban a matar, pues ya estaba hecho el hueco, me encomendé a la Virgen, logré zafarme y salí corriendo por entre la montaña y no lograron pegarme ni un tiro. Me tuve que ir huyendo para Suaita …” 25
El estricto cumplimiento de un deber legal, es otra causal de justificación alegada con frecuencia. Su aplicación básicamente recae sobre los actos cometidos en ejercicio de funciones legales de funcionarios públicos. Por ejemplo, esta disposición dispensa de reprensión al policía que captura a un delincuente en flagrante delito en el domicilio de otra persona, siendo su actuar ajustado a la ley y la Constitución pues cumple con las labores propias de su cargo establecidas en mandatos jurídicos (Art. 230 de la Carta Política). No obstante, la figura tiene ciertos requisitos, contándose primeramente la existencia de un deber jurídico, el cual, en segundo lugar, tiene que ser estricto sin lugar a extralimitaciones; y por último debe estar el proceder encaminado a cumplir la finalidad ordenada por la norma legal. Pero cuando un militar o un policía participa directa o indirectamente en la comisión de un CLH, no puede considerarse que obran por mandatos legales, simplemente actúan de forma contraria a ellos, violando y vulnerando la Carta Política de 1991; y mucho menos se comprende que guardan dichos actos los requisitos del estricto cumplimiento de un deber legal para justificarlos.
En el campo disciplinario, esta justificación tiene acogida en los eventos donde se menciona por parte de los cuerpos castrenses o policiales enfrentamientos armados que arrojan “guerrilleros muertos en combate”, por cuanto los sujetos involucrados solamente actúan conforme a la ley y las obligaciones de mantenimiento del orden público en el territorio nacional, más que por una legítima defensa, situación que ayuda únicamente a reforzar la excusa. En consecuencia, aquí tienen cabida los mismos mecanismos de hecho que señalamos en esta causal; simplemente cambia la eximente y el escenario donde se maneja.
En el plano político el Estado colombiano y sus fuerzas de seguridad pretenden librar de cualquier cuestionamiento o crítica sus acciones, así estas sean violatorias de los derechos humanos. Declaraciones de guerra integral a la insurgencia o la estructuración de complejos proyectos militares de combate, cuando producen lo que denominan efectos colaterales, o sea destrucción de construcciones civiles o la muerte de pobladores al margen del conflicto, no son revaluadas ni juzgadas ya que su justificación es el aniquilamiento de terroristas; la responsabilidad se excluye. En materia de CLH ocurre de forma similar, donde fuera de los discursos de poder que indirectamente aprueban su perpetración, las eximentes legales relevan culpabilidades a agentes estatales, acomodadas según su conveniencia, las cuales se aceptan por organismos judiciales y disciplinarios que con estas interpretaciones dan lugar a pensar que el asesinato o las torturas infligidas a un inocente por militares o policías, son permisibles por estarse cumpliendo un estricto deber legal; o se defienden legítimamente aquellos frente a las agresiones de personas desarmadas, exonerando por tanto su muerte en la oscura impunidad.
6. COSA JUZGADA Y PRINCIPIO DE NON BIS IN IDEM
En el derecho colombiano una vez se ha emitido fallo sobre determinados hechos, el funcionario judicial no esta obligado, y más bien le es prohibido, proferir un nuevo pronunciamiento de fondo sobre la misma situación fáctica, sin importar el contenido de la providencia anterior. Dicho postulado se conoce como el principio del non bis in idem (no dos veces sobre lo mismo), según el cual nadie puede ser perseguido judicialmente más de una vez por similares hechos, o sea, nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo comportamiento. Aunque esto no obsta para que se le siga una investigación disciplinaria en caso de ser funcionario público, ya que no existe idéntica causa de persecución; el proceso penal busca la defensa del orden social mientras que el disciplinario, sin desconocer lo anterior, primordialmente se estructura en lograr el correcto funcionamiento de la función pública.
Sin embargo, este principio ha sido utilizado como garantía de impunidad debido a que las entidades públicas, como le ejército y la policía, cuentan con sus propias dependencias disciplinarias internas(decreto 085 de 1989 para las Fuerzas Militares; decreto 2584 de 1993 para la policía). Por consiguiente, si dentro de un Comando de Policía o unidad militar se lleva una investigación disciplinaria por una falta cometida por alguno de sus miembros al reglamento respectivo, decidiéndose de fondo mediante un fallo, no pueden ser vinculados a otra diligencia equivalente, contándose las posibles indagaciones que se adelanten posteriormente en la Procuraduría, pues existe identidad de causa.
Esas decisiones disciplinarias internas que hacen tránsito a cosa juzgada, al igual que las tomadas en la jurisdicción penal militar, son instrumentos legales expeditos de absolución de responsabilidades de miembros de la fuerza pública vinculados en CLH. Puede afirmarse que un porcentaje bastante elevado (por no decir total) de indagaciones internas de tipo disciplinario de los organismos de seguridad estatales, son favorables a los acusados, en especial cuando se les vincula por actos abiertamente violatorios de los derechos humanos; nunca se les castiga, así realmente se concluya de las pesquisas lo contrario.
7. LAS CONDENAS ADMINISTRATIVAS: NO HAY CULPABLES PERO EL ESTADO PAGA
En materia de CLH, las condenas administrativas al Estado colombiano por la actuación de los miembros de su fuerza pública fueron los primeros pronunciamientos que, desde el aparato judicial, denunciaron la sistemática violación de derechos humanos llevada a cabo por las fuerzas militares y policiales en el país bajo el amañado pretexto de la lucha contrainsurgente26. Podría pensarse que a través de los Tribunales Administrativos o el Consejo de Estado se abren las puertas de la esperanza para la sanción efectiva de los responsables de CLH, pero en realidad las indemnizaciones sólo reconocen una responsabilidad estatal que causo un daño por la actuación de agentes del orden, perjuicio que debe ser reparado. La condena no pasa de un monto económico determinado y de reprochar las acciones de aquellos en forma general, mientras los verdaderos culpables en concreto quedan cubiertos en la impunidad -no hay culpables pero el Estado paga-.
Este mecanismo fue utilizado en el proceso adelantado por el asesinato de Álvaro Garcés Parra, militante de la UP y alcalde del municipio de Sabana de Torres (Santander). En 1989 se interpuso la demanda ante el Tribunal Administrativo de Santander que en 1992 declaró la responsabilidad administrativa de la Nación por falla del servicio debido a la participación intelectual y material de militares en el asesinato, por lo cual ordenó cancelar una indemnización por perjuicios materiales y morales a los familiares del dirigente político fallecido. Pero en los demás campos, básicamente en el penal ordinario y en el penal militar, nunca se encontró un individuo en concreto responsable, a pesar de que las investigaciones arrojaron la participación de reconocidos paramilitares del Magdalena Medio y altos mandos castrenses de las unidades acantonadas en la zona. Únicamente la Procuraduría sancionó a dos oficiales relacionados en el caso con destitución, pero a la época del fallo ambos se encontraban en retiro.
Verdad, justicia y reparación son tres postulados que deben salvaguardarse en un sistema judicial. En materia de CLH deben ser sus valores imperativos al momento de evaluar responsabilidades y culpas. La justicia contencioso administrativa en la práctica sólo se limita al último y en términos estrictamente monetaristas, ordenando la cancelación de gruesas sumas de dinero a los familiares de las víctimas pero sin trascendencia en la perspectiva de una efectiva sanción con relación a la gravedad de los actos que investigó. Pueden haber juicios y pronunciamientos radicales frente a la actuación de los organismos de la fuerza pública, reclamación por los crímenes cometidos e instigación a otras instancias judiciales para que investiguen a fondo lo acontecido, y críticas a las políticas estatales en materia de violación a los derechos humanos. Todos estos pensamientos son aceptables y valiosos, pero al no concretarse nombres ni responsables, ni existir, por respeto al principio de proporcionalidad, castigos efectivos a estos desde todos los ámbitos, la responsabilidad administrativa simplemente será producto de una “falla del servicio” y el crimen vendrá a ser otra causa que hace parte de la larga lista de remuneraciones que debe cancelar el Estado colombiano por concepto de indemnizaciones, quien destina cerca de 90.000 millones de pesos anuales a dichas cancelaciones. Sin embargo ¿existirá una reparación verdadera a partir del punto de vista económico? ¿Cuándo no se quiere dinero sino el esclarecimiento de los hechos y una justicia efectiva, servirá de algo este mecanismo?
8. FALTA DE TIPIFICACION DEL DELITO
Hata el año 2000 no se encontraban tipificados delitos como el genocidio, la desaparición forzada, tortura, las cuales no podían ser subsumidas bajo los delitos de homicidio, secuestro o lesiones personales, porque en su comisión se encuentra al Estado como sujeto activo de la acción y porque se trata de crímenes de Lesa Humanidad.
En particular la desaparición forzada fue uno de los delitos más crueles y al no encontrarse tipificado como delito fue muy utilizado por agentes estatales y para estatales quienes amparaban su responsabilidad en el vacío legal que llevaba en muchos casos a la imposibilidad de acusar penal o disciplinariamente a los sujetos activos de esta conducta. Prueba de ello son los casos en que los juzgados no adelantaron procesos judiciales argumentando que la conducta no tipificaba delito alguno. Justamente esto sucedió en el caso de la desaparición del sastre LUIS EDUARDO MEJIA MAZO quien fue detenido por dos paramilitares pertenecientes al MAS el 4 de diciembre de 1984 en Puerto Wilches. Los hombres le obligaron a abordar la motocicleta en la que se desplazaban y nunca más se volvió a saber de él. El Juzgado Octavo Superior de Barrancabermeja, en investigación radicada con el número 1450, profirió un auto del 1 de febrero de 1985 en donde se abstiene de iniciar investigación formal y ordena el archivo de las diligencias por “no tipificar hecho punible alguno”. 27
Además de esto, varios fallos emitidos por la procuraduría exoneran a los acusados de perpetrar este delito, al considerar que si no estaba tipificada la desaparición forzada como delito mucho menos podía constituir una falta disciplinaria.
Paramilitarismo como mecanismos de impunidad
Desde comienzos de los años ochenta se presentó un especial incremento de las acciones paramilitares quienes paulatinamente empiezan a realizar el “trabajo sucio” encomendado por la Fuerza Pública. Teniendo en cuenta que los miembros del ejército, la policía y demás órganos de seguridad del Estado se encuentran en la mira de diversos organismos de justicia que empezaban a destacar la magnitud de las violaciones de derechos humanos durante las décadas precedentes, se implementa una nueva estrategia que implica un aumento vertiginoso de asesinatos y desapariciones forzadas contra líderes de izquierda y campesinos a manos de grupos paramilitares.
El paramilitarismo se constituye entonces como mecanismo de impunidad, porque es la vía para evadir la responsabilidad de los organismos del Estado en la comisión de crímenes contra la humanidad y oculta la política Estatal de persecución a organizaciones sociales y políticas de oposición. No es extraño que durante toda la década de los ochenta el propio Estado atribuyera constantemente los asesinatos políticos y contra la población popular y campesina a “escuadrones de la muerte”, “fuerzas oscuras”, “sicarios”, desvirtuando así la participación de los funcionarios estatales en este tipo de acciones.
A más de ser el paramilitarismo un mecanismo de impunidad en sí mismo, los actores directos e indirectos (instigadores, entrenadores, conformadores, etc) también han quedado cubiertos por un manto de impunidad por la combinación de diversos elementos, en primer lugar, el apoyo brindado por instancias con gran poder político, militar y económico como gremios económicos (SAC, FEDEGAN), empresariales (Coca-cola, Indupalma, Ecopetrol), multinacionales (Chevron, Harken, Occidental, BP, Shell, Canadian-Oxy, Alberta y Mera-Mills, Repsol, Hocol, Halliburton, Western Atlas International), ganaderos y narcotraficantes. Fue También decisivo el apoyo político brindado por alcaldes militares y civiles, y por “dirigentes de los partidos tradicionales cuya línea de “cacicazgo” penetraba hasta el Congreso y el alto Poder Ejecutivo a través de ministros patrocinantes”. 28
Otro apoyo importante fue el otorgado por el poder judicial, “que absolvió o archivó los pobres procesos abiertos con ocasión de los centenares de crímenes cometidos por estas estructuras, y que cuando sancionó a algún responsable se negó a investigar y enjuiciar las líneas de mando y la estructura criminal misma29. En el mismo sentido se presentó el apoyo por parte de “los organismos de control del Estado, que abdicaron voluntariamente de sus facultades sancionatorias al encontrarse frente a frente con este fenómeno” 30
También cumplieron un importante papel de apoyo “los poderes Ejecutivo y Legislativo, que a pesar de la publicidad de los nombres de quienes montaron y dirigieron tal estructura criminal, distinguieron a sus responsables con todos los ascensos y honores que contemplan la jerarquía y tradición castrenses” 31
Principalmente la impunidad del fenómeno paramilitar encontró gran apoyo en la anuencia, complicidad, colaboración, protección y unidad de acción brindada por unidades militares que a su vez fueron apoyados por las Brigadas respectivas, garantizando a los paramilitares una actuación despreocupada de persecuciones y hostigamientos. Fue tal la magnitud de este apoyo que el Estado Mayor del Ejército llegó a coordinar, en el momento de expansión de la experiencia, la Junta Nacional de Autodefensa, a través del Batallón Charry Solano. Sin contar el aporte en entrenamiento especializado, que en algunos casos incluyó la formación por parte de mercenarios ingleses e israelíes que fueron escoltados hasta Puerto Boyacá por la fuerza pública, y que aún continúan impunes incluso dentro de sus respectivos países32.
A los paramilitares se les proporcionaron por parte del ejército datos exactos de las víctimas (“listas negras”) para que realizaran asesinatos selectivos, se les permitió abandonar el lugar del crimen sin prisa ni inconvenientes, garantizándoles no ser detenidos por retenes o patrullas de la policía o el ejército. Esta práctica fue muy común en los municipios ubicados en el Magdalena Medio donde se presentó un fenómeno paramilitar específico promovido por la Brigada XIV, al mando del general Daniel García Echeverry y apoyado por el alcalde militar de Puerto Boyacá, Capitán Oscar Echandía. Y posteriormente consolidando ejércitos paramilitares a cargo del inspector de policía Isidro Carreño con el apoyo logístico y financiero del Comando Operativo No. 10 del ejército.
No es gratuito que en noviembre de 1992, el Procurador Delegado para las Fuerzas Armadas presentara cargos formales contra el General Carlos Gil Colorado, el Capitán Gilberto Ibarra Mendoza, el Capitán Germán Pataquiva, el Capitán Orlando Pulido, el Teniente Francisco Javier Corrales, el Teniente Alberto Luis Mancilla, y el Teniente Evert Aranda Contreras por su participación en la organización de paramilitares en la región del Chucurí, en el departamento de Santander.33 Desde 1989, siendo comandante de las Brigadas XIV y V, Gil fue implicado reiteradamente en actividades paramilitares. Cuando se anunciaron los cargos contra él, Gil dirigía la inteligencia del ejército.34 A pesar de las acusaciones, Gil fue ascendido normalmente y alcanzó el rango de Mayor General y el puesto de comandante de la Cuarta División, que tiene su sede en Villavicencio y es un centro de operaciones paramilitares. El 19 de julio de 1994, las FARC asesinaron a Gil en una emboscada.35
El Capitán Ibarra ha sido ascendido a mayor y ahora está al mando de la base en Yarima, cerca de San Vicente de Chucurí, donde sigue relacionado con la actividad paramilitar.36 El capitán Pataquiva, ahora mayor, trabaja en la oficina central de derechos humanos del ejército.37
La unidad de acción se encuentra también en que la mayoría de las víctimas del paramilitarismo fueron previamente hostigadas, seguidas, detenidas y reseñadas por organismos de seguridad del Estado o por el propio ejército, quienes aseguraban que las víctimas (sindicalistas, políticos, periodistas, abogados) pertenecían a grupos guerrilleros, pero al no poder levantar cargos fundados en su contra acudían a los paramilitares, que en muchos casos eran miembros de las fuerzas armadas y de los organismos de seguridad del Estado actuando de forma encubierta, esto es, sin identificación alguna, lo que les permitía no ser identificados al momento de consumar el crimen.
La diversidad de apoyos que constituyen la impunidad del fenómeno paramilitar y su implicación en la impunidad de los agentes estatales se observa en el caso del asesinato del alcalde de Sábana de Torres y miembro de la Unión Patriótica ALVARO GARCÉS PARRA. Aquí se puede observar la complicidad entre miembros de la fuerza pública y los paramilitares como mecanismo de impunidad, en la medida en que busca ocultar la participación directa de los miembros del ejercito y la policía en la planeación y ejecución de crímenes de lesa humanidad que quieren mostrarse como responsabilidad de desconocidos.
Durante la etapa de planeación y ejecución del crimen se utilizaron varios mecanismos de impunidad de hecho, uno de ellos fue la planeación y ejecución conjunta del crimen entre militares y paramilitares, lo cual se traduce concretamente en: la entrega de salvoconductos por parte del ejercito para permitir el porte de armas a los sicarios encargados de disparar, el uso de seudónimos y documentos de identidad falsos, el ocultamiento de los criminales en bases militares, la consumación del crimen en la madrugada para facilitar el escape y evitar la presencia de testigos; la utilización de sicarios traídos de zonas lejanas para dificultar su identificación y evitar que los relacionaran con los miembros de la fuerza pública involucrados.
En la etapa de investigación y juzgamiento se utilizaron diversos mecanismos de impunidad, entre ellos, la decisión de los jueces encargados del caso de transferir la jurisdicción a la Justicia Penal Militar al considerar que la orden de asesinar a líderes políticos constituye un acto del servicio; de este modo se logró dar un trato más considerado y ventajoso para los agresores y se evitó la posibilidad de intervención por parte de los familiares y amigos de la víctima como parte civil en el proceso. Por esta misma vía se esquivó la inculpación de oficiales de alto rango, desligándolos por completo de los hechos realizados por los hombres bajo su mando.
Otro mecanismo de impunidad utilizado para obstruir la realización de indagatorias en el marco de la investigación, fue el traslado y otorgamiento de licencias a los miembros del Batallón Ricaurte implicados en el crimen, el retiro o ascenso de los militares de alto rango que participaron y conocieron sobre los hechos, la demora por parte de la Brigada V y del Batallón Ricaurte en la entrega de la información solicitada por el Juzgado que adelantaba la investigación, además de actitudes de desviación de la investigación como la asumida por los investigadores de la SIJIN de Bucaramanga que informaron que de las personas que murieron en los hechos, incluido el sicario, el único que tenía antecedentes era el alcalde asesinado.
El asesinato del principal testigo, Gonzalo Ortega Parada, por orden del Comandante del Batallón Ricaurte, fue un mecanismo importante para garantizar la impunidad de los culpables. Ortega trabajaba para el Ejército y se negó a participar en el operativo que terminaría con la vida de GARCÉS PARRA, por este hecho fue amenazado, pero logró escaparse al enterarse de los planes para atentar contra su vida, sin embargo, poco después fue asesinado y presentado como guerrillero del ELN muerto en combate.
Otro aspecto importante para garantizar la impunidad en este caso fue la ruptura de la unidad procesal, ya que por un lado se adelantó la investigación contra los militares implicados, quienes fueron absueltos por la Justicia Penal Militar, mientras por otro lado, la justicia ordinaria inició la investigación de los paramilitares involucrados. Además, la Fiscalía adelantó de forma independiente un proceso contra el comandante del Batallón Ricaurte que terminó finalmente en la absolución.
Las autoridades con funciones de policía judicial se hicieron parte del andamiaje de la impunidad de este crimen, al desobedecer las ordenes de captura contra tres paramilitares implicados en el múltiple homicidio, que nunca fueron detenidos.
El fenómeno paramilitar no es unidimensional sino que se presenta de diversas formas. En ocasiones se trata de operaciones encubiertas de organismos del Estado que asignan la responsabilidad a “Escuadrones de la muerte”. En otros casos se trata de particulares contratados para realizar asesinatos selectivos en lo que se ha conocido como la modalidad “sicarial”. Otra modalidad de paramilitarismo se presentó en las zonas rurales, donde se conformaron ejércitos paralelos que patrullaban las veredas y operaban en estrecha coordinación con las unidades militares.
En Barrancabermeja se evidenció una forma particular de paramilitarismo conocida como “redes de inteligencia”. Entre octubre de 1991 y enero de 1993 funcionó en el puerto petrolero la llamada Rede N° 7 de la Armada Nacional. Esta red fue dirigida por el capitán de la Armada Juan Carlos Álvarez Gutiérrez quien se encontraba bajo las órdenes del Teniente Coronel Rodrigo Quiñónez Cárdenas. Los oficiales reclutaron y contrataron incluso por medio de contratos escritos a ex miembros de la Armada y asesinos a sueldo para realizar asesinatos selectivos en contra miembros y líderes de la Unión Patriótica, la Unión Sindical Obrera, el Sindicato de Choferes de la Empresa de Transportes San Silvestre y el Comité Regional para la Defensa de los Derechos Humanos (CREDHOS). O para impulsar la conformación de grupos paramilitares en los municipios santandereanos del Magdalena Medio con el apoyo del Batallón Antiaéreo Nueva Granada.
Según datos de la Fiscalía General de la Nación miembros de esta red asesinaron a más de 60 personas, principalmente defensores de derechos humanos, líderes sindicales y sociales e incluso a miembros de la misma red.38 Y a pesar de la extensa evidencia sobre la actuación de oficiales de la armada y del ejército, los procesos judiciales adelantados se centraron en establecer la responsabilidad personal de algunos de los paramilitares y sicarios sin profundizar en la estructura paramilitar de la que hacían parte, mientras la justicia penal militar absolvió a los militares inmiscuidos.39
Es importante recordar que el consejo de estado otorgó competencia a la justicia penal militar para juzgar los crímenes de la armada argumentando que “No se trata de que sea función de los militares que laboran en servicios de los que en el lenguaje militar se llaman de “inteligencia” asesinar o cometer actos de terrorismo, ni de que la comisión de asesinatos o de actos terroristas sea cumplimiento de labores de inteligencia. Pero no de esto se sigue que los hechos delictivos de que se acusa a los oficiales y suboficiales mencionados estén desvinculados de su servicio oficial. Todo lo contrario: Si los ejecutaron aprovecharon para efecto su carácter de miembros de la dirección de inteligencia de la Armada Nacional…. No se ve entonces manera de negar el fuero Penal Militare.”40
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